Volver, mirar, tal vez vencer

Nadie elige qué recuerda. Ni siquiera cuando evoca conscientemente un pasaje concreto, un recorrido en bicicleta, un amanecer desde lo alto de una montaña. La memoria no es siempre un acto voluntario, menos aun cuando uno de sus productos irrumpe sin aviso previo y se cuela en nuestra mente trastocando, al tiempo, la interpretación del presente y la visión del futuro; nuestra percepción de nosotros mismos, del mundo, del mundo sobre nosotros y de nosotros en el mundo.

 

Tampoco parece que elijamos acoger con pesadumbre o alegría un mismo suceso. Las claves interpretativas se tienen y se aprenden, pero se aprenden como el padrenuestro, no a través de un razonamiento filosófico y psicológico, sino por pura imitación y repetición. Pongamos que, a la caída repentina de una estantería de casa, alguien ríe y otro llora, alguien se lamenta y otro empieza a buscar culpables. El que ríe ve una oportunidad, una ocasión única para seleccionar y ordenar el contenido y pasar el polvo en aquellos rincones que antes no alcanzaba. El que llora asiste, de alguna manera, al derrumbamiento de su infancia. El que se lamenta, claro, no ve cuándo va a sacar el tiempo para reparar el destrozo y reordenar el material. Y el que busca culpables, en primer lugar, se salva a sí mismo y, en segundo, quiere que todo encaje del modo en que todo encajaba cuando la estantería se mantenía en pie, tal vez gracias a su propia maestría, o eso cree.

 

Ser conscientes de todo esto es muy complicado. Nos exige ser doctores y terapeutas de nosotros mismos, vernos sin apego y con distancia, como quien observa una bandada de pájaros en el cielo o una comunidad de hormigas desde su 1,80 con zapatillas. Requiere del ensimismamiento al que llamaba hace poco mi amigo Fernando, pero también de un apacible estado de agradecimiento continuo y aceptación del otro y sus diferencias. La cura está en el humanismo, en la acogida y la generosidad. También en la introspección, pero en la introspección humilde, una introspección que admite que muchas veces vemos lo que ven, y dejan de ver, nuestras gafas.

 

Venir a Salamanca por un tiempo, volver al lugar de los hechos, a la verdadera patria del hombre, que es la infancia, a los viejos amigos cada vez más viejos, es como acudir a la óptica a revisarse la vista. En este caso no es una cuestión del cristalino, los conos o los bastones. Venir a Salamanca educa mi mirada como lo hace un microscopio: me enseña detalles de la vida que no alcanzo a percibir cuando camino deprisa o cuando habito otros lugares que son básicamente nuevos cada día que pasa. Aquí todo va más despacio, a cámara lenta, también yo.

 

He querido sentarme a escribir antes de cruzar la frontera geográfica, la señal que reza Salamanca con una banda roja del River Plate que señala fin de municipio y, en mi caso, una suerte de «adiós muchachos, compañeros de mi vida, ojalá que volvamos a vernos», mezclo letras y canciones. Atrás queda la familia, con la que nunca compartes suficiente tiempo y siempre te sientes en deuda. Atrás los amigos, los de siempre, a quienes otros te sugieren que les retires esa condición por no verlos lo bastante, como si no fuera bastante con reconocernos, canosos y barrigudos como estamos. Atrás las amigas, ya dije en otra ocasión que tienen una consideración diferente, y esas conversaciones trascendentes que adquieren tintes de confesión hasta el punto de que gustan por lo que duelen y duelen por lo que gustan.

 

He querido sentarme a escribir por si olvido el inicio del anterior párrafo y estos días de verano y Juegos Olímpicos, de reencuentros y abrazos, de canícula y tedio. Escribo porque es el único acto artesanal que domino (técnicamente, me refiero), ya que no sé tocar la guitarra, esculpir en mármol o trabajar la madera. El único que me provoca el placer suficiente para abstraerme y dejar de ser yo mismo, mirarme como quien mira a una hormiga, explicarme con las palabras justas, muchas veces demasiadas, y perdonarme no como un mero acto de compasión, sino porque de verdad pienso, al menos cuando escribo, que toda estantería que cae puede ser reparada, reubicada, reordenada. Que todo corazón, con su pasado actuante en forma de memoria, puede latir al ritmo acompasado que provoca el amor a un padre, a un hermano, a un amigo, a una amiga o a una pareja y vivir en paz.

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