El largo olvido

En el bar donde escribo, una pareja de nuevo cuño, parida tras varias separaciones, concebida con la ilusión de dos adolescentes, pero herida de muerte por el recuerdo de todas las muertes anteriores, dialoga sobre publicaciones en redes sociales que ella revisa en su móvil. Afortunadamente para él, a ella le surge una necesidad que la obliga ir al retrete, lo que le permite permanecer en silencio, mirando cómo escribo, adivinando que lo hago de Italia, donde estuvo hace años, sospecho, porque hay un velo casi inapreciable en su rostro bronceado y un tatuaje del Ponte Vecchio en su muñeca.

Ahora entiendo mejor a los viajeros románticos. Ahora entiendo mejor, digo, los plazos con los que proyectaban sus viajes, la parsimonia con la que recorrían las geografías del sur de Europa, especialmente de Italia, en busca de la huella de las grandes civilizaciones del Mediterráneo, queriendo conocer mejor el mundo y sus paisajes naturales y culturales para tratar de averiguar, así, el lugar que les había sido destinado en él, el papel que habrían de jugar ya fuera como ricos aristócratas o como filósofos y pensadores.

Una razón práctica podría haber sido la de la lentitud de los medios de transporte. Hacían falta varias jornadas para cruzar los Alpes y llegar a las penínsulas del Mediodía. Había que aparcar proyectos, retrasar la respuesta a los correos, posponer citas con nobles, condes y baronesas. Aquellos viajes, sin la ayuda de Ryanair o Interrail, eran únicos e irrepetibles. De hecho, muchos de ellos los realizaban en medio de un período sabático, antes de afrontar carreras artísticas o políticas de relieve, antes de ser eminentes doctores o abogados.

Ahora, sin embargo, se viaja cuando se puede y con prisas hasta el punto de que se invierten los términos y las vacaciones se cuadran para poder atender las tareas mundanas, las múltiples obligaciones del policultivo cotidiano. Vuelve a ser la economía, estúpido, me digo, aunque también es una cuestión de prioridades, pues frente al viaje de descubrimiento y autoconocimiento se imponen las cesiones deliberadamente aceptadas a los vampiros del tiempo y la libertad hasta el punto de que asumimos cada tarea asignada como la de un Sísifo cualquiera, como si no pudiéramos, acaso, dejar caer la piedra sobre nuestras cabezas y resurgir del polvo de nuestras cenizas para esclavizarnos de nuevas e ingeniosas maneras.

Pero la roca es sólida y recibe el alimento del contexto y el entorno, aquellas circunstancias de las que no podemos escapar y que en unos pocos días han convertido los recuerdos de la bella y luminosa Italia en postales en blanco y negro de la época de Mussolini. El recuerdo de la primera vez que ves el Duomo de Milán iluminado por el sol quedó ensombrecido por la fatiga de un familiar, el reflejo de los palacios venecianos en el agua azul verdosa de sus canales ya no se aprecia en mi retina tras escuchar el dolor diferido de un pasado injusto y no debidamente olvidado. Ver a alguien que quieres consumido por el rencor, por el espejismo de los caminos no tomados, apaga la luz de la luna sobre el Arno hasta volverlo el canal de salida de una vulgar depuradora.

En el bar donde escribo se habla de hipotecas, se juega al rol, se escribe a mano, se interrumpe el silencio. Se mezclan topónimos como Calahorra con tecnicismos como amortización. Y a cada segundo que pasa se consumen los olores y las fragancias de las faldas de los Dolomitas, de los lagos del norte. Ya no huele a buganvillas y azaleas y el Bella Ciao es un cántico que usan y bailan por igual los herederos del dictador y los que se autonombran partisanos del presente, al menos en las redes sociales.  

Hace dos semanas, solo dos semanas, disfrutábamos de un paseo en vaporetto por una de las avenidas más bonitas del mundo, el Gran Canal de Venecia. No les miento si les digo que no recuerdo nada salvo que hacía calor y no podía separarme de la camiseta. De aquella ciudad levantada sobre el fango solo queda esto, el barro, el lodo resbaladizo sobre el que se hunden nuestras pisadas, nuestras estampas de Italia, incluso las fotos que enseñaremos para demostrar que estuvimos allí ahora que nuestros rostros nos delatan y aseguran que nunca la visitaron. Cómo no tuvimos, me pregunto, la cautela de hacernos un tatuaje.

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