Miedo a la belleza

Como si de El Ángel Exterminador se tratara, un atasco provocado por el gusto tan latino de ir y volver de vacaciones el mismo día y por las mismas rutas, un coche volcado en medio de la carretera y un GPS desactualizado quisieron apartarnos del último y oportuno descanso antes de tomar el avión que nos traería de vuelta a España. Italia nos había gustado, lo habíamos pasado bien recorriendo sus palacios, sus museos y sus iglesias, divisando paisajes que se mantienen verdes a pesar del verano y comprobando la elegancia de hombres y mujeres impecablemente vestidos para la ocasión, pero queríamos llegar al último destino, próximo al aeropuerto, y ver a nuestra selección ganar la Eurocopa degustando un delicioso bocadillo de mortadela.

 

En las salas de espera de los hospitales escasean los rostros bronceados por el sol y los vestuarios buscan atender antes la comodidad que la coquetería, aunque el consejo de las abuelas resuene y quepa esperar que la ropa interior de todos los que allí estamos esté en perfecto estado de revista. En sus asientos apenas se reparten sonrisas; en las paredes, desde luego, no hay «Botticellis» ni «Rafaeles», ni siquiera «Giottos». El turista medio, joven, será pronto el enfermo medio relativamente maduro, cada vez menos. El mundo envejece y enferma, todos nosotros envejecemos y enfermamos mientras el arte, ─el David, el Duomo de Milán o el mismo Ponte Vecchio─, se somete a continuas intervenciones quirúrgicas que lo mantienen inmortal y eternamente joven.

 

No faltó mucho para que nuestro aterrizaje en Barajas coincidiera con el de la selección. A nuestra salida ya se congregaba el gentío deseando dar la enhorabuena a los campeones. No se me pasó por la cabeza esperarlos a pesar del gran partido de la noche anterior. Aquí también diferencio al artista de la obra y estos tíos, que me parecen magníficos en un terreno de juego, no dejan de parecerme corrientes, por no decir vulgares, con un micrófono en la mano, lejos de su hábitat natural. A los futbolistas, a los deportistas en general, también a los artistas, me gusta verlos trabajando. Pagaría un alto precio por una entrada de un gran espectáculo deportivo o musical, pero no haría un segundo de cola por verlos festejar sus éxitos, por verlos subidos a un púlpito, alzando un altavoz e intentando suplantar a los grandes maestros de la retórica y la oratoria que, aunque ellos lo ignoren, también dedicaron los mejores años de su vida al estudio, al entrenamiento.

 

El único riesgo que corre la belleza es que su contemplación se vuelva competitiva y se atenga, como ya sucede, a las leyes que rigen la contienda deportiva o la disputa política, aunque, en honor a la verdad, esto siempre fue así. La masificación conduce a la banalización y esta al hastío. El ideal se reproduce con tanta facilidad que por el margen van cayendo obras de un valor incalculable que quedan destinadas a un, tal vez feliz, anonimato a la espera de que alguien con poder e influencia las rescate y redefina como fantásticas y exclusivas. En cada pieza o estancia de un museo o una iglesia, conviene mirar al marco más pequeño y peor iluminado.

 

Miento, hay otro riesgo y este me afecta personalmente. No es el envejecimiento de las células y los tejidos, la flacidez de los músculos, el debilitamiento de los huesos, aunque todo pueda estar relacionado: es el languidecer del entusiasmo, la ceguera crónica y previa al desencanto y la decadencia personal no siempre ligada a la depresión, sino también aprendida por la vía de la rutina o la costumbre. Temo que esto me suceda, no tanto como consecuencia de la desmemoria y el olvido, sino, al contrario, por no poder aparcar el dolor de tanto ser querido dado a la fuga, por no poder descifrar tanto estímulo percibido y no asimilado, por ser incapaz de renovar mis lentes y mirarlo todo de nuevo.

 

Por eso al regreso a España, al recuerdo del viaje a Italia, no le pido nostalgia de lo vivido, ni siquiera cuadros mentales que enmarquen las deslumbrantes vistas que nos han regalado la Lombardía, el Véneto o la Toscana. Solo deseo resistencia, sí, resistencia: que se mantengan firme el pulso y el aliento, que siga joven la mirada, aunque mis piernas cansadas no puedan perseguir la belleza por colinas alzadas al cielo o por valles que tientan a salir a los guardianes del averno. Solo pido que todo lo vivido regrese sereno, no abundante y colorido, mejor en un discreto blanco y negro que permita desviar la vista a los márgenes, reconocer nuevos detalles, cerrar los ojos en paz si esto fuera necesario.  

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