El cine que nos cuenta

Ayer saldé una deuda histórica: ver Los mejores años de nuestra vida (William Wyler, 1946). De nuevo Filmin, como en tantas otras ocasiones, me puso a tiro este clásico del cine norteamericano, en el que son tangibles sus clichés y sus códigos, pero en el que también se aprecia un cierto aroma europeo en el tratamiento hiperrealista de temas sociales e incluso en su tesis, que bien podría parecer que defiende el papel de los soldados aportando una visión militarista, pero que deja caer, al mismo tiempo aunque veladamente, porque entonces no podía ser de otra forma, cierta perspectiva nihilista, cierto sentido del absurdo a la hora de juzgar los esfuerzos bélicos: el papel del pequeño ser en la gran historia y el precio (las manos, la posición social, la reconversión de las relaciones sentimentales…) tan alto a pagar a cambio de unas cuantas medallas y menciones.

 

Cuesta no reconocerse, a pesar de no haber pisado un campo de batalla, un bombardero o un portaaviones. Cuesta no reconocerse, digo, en la particular odisea de cada héroe de guerra de regreso en Boone City, una ciudad en medio de ninguna parte de cuyo aeropuerto parten aviones en todas las direcciones, rumbo a un futuro más esperanzador. Ya se sabe, nunca regresa el que se fue, regresan sus credenciales, su uniforme y su porte, aunque algo magullado. Suyas y de nadie más son las pesadillas nocturnas; suyo el reto de reintegrarse en una sociedad que demanda habilidades muy distintas de las que se necesitan en el Pacífico o en el norte de Francia.

 

Personalmente, me conmueven los reencuentros con las familias, especialmente el de Fred con su orgulloso padre, quien le ruega descansar, pasar tiempo en casa, cuidarse, engordar. Me conmueve e incomoda como propia su incapacidad para comunicarse y dar crédito a esas gestas que para su padre suponen un motivo de orgullo y una buena medida de que sus propios esfuerzos han merecido la pena. Sin embargo, Fred solo siente cierta vergüenza a la hora de hablar de ellas. Vergüenza y un súbito y primario deseo de olvidar el horror. Lo que para los americanos que permanecieron en casa son historias que quieren escuchar, para ellos son momentos críticos en los que sobrevivieron, mataron y vieron morir a sus amigos de siempre.

 

Y los que no murieron murieron también. Se abocaron a la renovación o extinción de las relaciones sentimentales previamente establecidas. Todo fluye, es cierto, pero estos puntos de inflexión no buscados exprimen al máximo nuestra capacidad de adaptación. El deber, el cumplimiento del deber, renovó forzosamente los vínculos, los idiomas de cada pareja forzando una reinvención no necesariamente buscada. Clara es la metáfora del infante de Marina que perdió las manos en el frente y regresa con unos ganchos con los que maneja los cigarros, pero con los que no puede abrazar ni acariciar a su novia. Más sutiles son las transformaciones del amor del sargento de tierra y el capitán de vuelo, incapaz de dar con su esposa en la primera noche que pasa de vuelta en la ciudad.

 

De alguna manera seguimos en plena posguerra. En estos 78 años que han pasado desde el estreno de la película miles de personas siguen habitando ficciones de todo tipo, acudiendo a Troyas de diferente naturaleza y sacrificando los mejores años de sus vidas en la defensa de una patria, persiguiendo un estatus o un sueño particular inflado por la fantasía y la publicidad. Por eso, amén de todo el cine escapista, de toda la propaganda que nos empuja al abismo de un futuro más prometedor, una posición mejor y más dinero, conviene también sentarse durante 170 minutos y ver cine en blanco y negro, cine sin artificios, cine que nos retrata y nos cuenta. Y no hay muchas películas mejores que Los mejores años de nuestra vida para ello.

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