Creo recordar que yo también escribí cartas a los reyes magos, un listado de deseos materiales en el que, tal vez, de esto no estoy seguro, incluía también aspiraciones personales, anhelos intangibles que venían a manifestar mi silenciosa esperanza de que a todas las personas que tenía cerca, fundamentalmente a mis padres, a mi hermano y a mis abuelos les fueran concedidas una salud de hierro y una omnipresencia que los hiciera permanecer siempre a mi lado.
Algunas de esas personas ya no están entre nosotros, yo mismo ya no me encuentro cerca de algunos de los que sí están y a los que sigo queriendo en la distancia, pequeña o grande, que nos separa. Los vínculos y las relaciones; los afectos y la vida compartida siguen valiendo mucho más que cualquiera de esos regalos que hoy no sabemos dónde se encuentran, en qué mudanza se extraviaron o en qué fecha exacta fueron echados a la basura para hacer sitio a nuevos e innecesarios enseres.
Lo cierto es que me sobra casi todo. El ordenador, que tanta ilusión nos hacía a quienes lo descubrimos llegando a la adolescencia, es fundamentalmente una herramienta de trabajo, un ordenador de tareas, también de recuerdos, pero sobre todo de misiones por hacer. Y qué decir del teléfono móvil, cuya compra retrasé, no hizo falta que me censuraran mis padres, y cuya presencia me sigue impidiendo momentos ensimismados y concentrados de lectura o disfrute atento de la naturaleza o la cultura. Es cierto, de vez en cuando me permite conectar con personas que no están cerca, pero no sé si este modo de relacionarnos, este mundo en red, fue solo una excusa para distanciarnos física y emocionalmente sin cargo de conciencia.
Hoy los niños esperan con una sonrisa la llegada de los reyes magos, una ficción que nos sigue uniendo, un rito que sobrevive al nihilismo de las nuevas generaciones, a la secularización de nuestras sociedades, aunque se quiera prescindir del elemento religioso, de la lectura sagrada, y se conserve solamente el ritual pagano, la apertura de los regalos, la pleitesía al dios dinero y su hijo en la tierra: el marketing. Es lógico que lo hagan, más aún cuando han perdido, sin saberlo, tantas cosas: fundamentalmente el tiempo de esparcimiento, la posibilidad de estar solos, el tedio. Sí, el tedio, abono fundamental de la imaginación, facultad de la que los seres humanos disponíamos y que cedimos a las pantallas, a un arte (que ya ni pretende serlo) cada vez más explicativo y menos sugerente.
No pretendo ser el Grinch ni aguarles esta noche mágica a quienes lean esta columna. Creo en el acto de dar y de darse. Me gusta regalar, cualquier día del año, y el mejor regalo es el tiempo. Por eso no pido otra cosa en esta noche de reyes que tiempo para celebrar que algunos seguimos vivos, para recordar sin prisa a los que no están, para forjar nuevos y duraderos vínculos, para imaginar pasados y futuros que nunca se darán, empleando, como hago a través de este escrito, la capacidad de contar y contarnos, de articular relatos propios y personales que no deban necesariamente suscribir, ni adherirse, porque es imposible, a los que vierten los profesionales de la manipulación en medios tradicionales y redes sociales.
Ellos sí que son Herodes disfrazado de mesías, de salvadores, de padres y madres de una patria que no necesita ningún rescate más que el de la recuperación de la libertad, el tiempo y el aburrimiento de sus niños y niñas, de sus futuros hombres y mujeres. Esta es mi única petición a sus majestades: me acostaré soñando despertar en un mundo distinto en el que poder jugar sin miedo.