El mundo sin Bogart acaba de cumplir 68 años. Más de tres generaciones de seres humanos han nacido en este tiempo, en esta pequeña era histórica, inapreciable pestañeo en términos geológicos que, sin embargo, puede ayudarnos a definir un período de transición radical en los usos, las costumbres y las maneras.
Normalmente, son los cambios tecnológicos ─el fuego, la rueda, la imprenta, la máquina de vapor…─ o los sucesos históricos ─la caída del Imperio Romano de Oriente, la conquista de América o la Revolución francesa─ los hitos que definen cambios dramáticos en la historia de la humanidad. Sin embargo, las alteraciones en las condiciones socioeconómicas, el surgimiento del concepto ocio (en realidad una trampa en cuanto antítesis del tiempo que pasamos trabajando que no había sido necesario verbalizar ni definir anteriormente) y el advenimiento de la sociedad del espectáculo han venido a caracterizar a una sociedad que superó el nihilismo y el absurdo de las guerras sacrificando al Dios tradicional y creando nuevas formas de idolatría, tal vez no tan fanáticas, pero igualmente enfermizas y, peor aún, indudablemente menos éticas.
Las teorías utilitaristas y el relativismo moral han encontrado en la economía de consumo y las sociedades «mediatizadas» por los principales portavoces de las grandes compañías, disfrazados de actores de cine o estrellas de la televisión y de la radio, un caldo de cultivo propicio para conquistar progresivamente los terrenos antes abonados por la religión, la ciencia o la política, en el buen sentido de la palabra. Bajo el paraguas de medidas estéticas y objetivamente buenas, como la limpieza del aire de los locales y de las ciudades, doctrinas progresistas difícilmente discutibles, han ido brotando comportamientos cada vez más irrespetuosos, arrogantes y soberbios hasta el punto de que es difícil debatir, confrontar ideas u opiniones sin preferir callar, renunciar al debate o a los principios ante la osadía sin límites del necio.
Como persona ligada al deporte, siento que su sentido más tremendista, el todo o nada, el «vencedores o vencidos», ha venido a impregnar cualquier esfera de la vida ciudadana, cualquier discurso público o privado de nuestros representantes y nuestros vecinos. Y, lo peor de todo, al menos bajo mi punto de vista, es que hay una confusión entre lo exitoso y lo heroico, el triunfo y el mérito, colocando en pedestales inmerecidos a ricos y poderosos en vez de a virtuosos ciudadanos comprometidos con los valores que nos hicieron parecer una especie superior dentro del reino animal: los valores que propician la convivencia, la cohesión social y la amistosa relación con un planeta que, de forma improbable, casi milagrosa, nos acoge.
De alguna manera, esos valores los encarnaba Bogart, quien parecía interpretarse a sí mismo en los diferentes papeles que principalmente la Warner le asignó a lo largo de su carrera siendo el de Rick Blaine el más paradigmático de todos. No nos engañemos, ninguno de nosotros quisiera ser Rick, hombre abandonado a su suerte, expatriado, ex marido, ex amante, antiguo héroe de guerra y regente de un local en Casablanca, donde, engañado, dice, llegó para tomar las aguas, tal y como le comentaba de manera irónica al capitán Renault.
La ironía ayudaba a Rick a poder administrar el desamor, la apatridia, el sinsentido de una vida, la suya, que para entonces ya carecía de futuro. Pero su ironía tenía límites y tras su fachada cínica y desesperanzada se escondía un corazón generoso y guerrero dispuesto a los mayores sacrificios posibles. Medio mundo, aunque cada vez menos, conoce el final de Casablanca, un final imposible, puede que censurable en la actualidad. Un hombre decide por una mujer, un hombre renuncia a sus sueños, al amor, a la libertad, se sacrifica en pos de un bien mayor, como si hubiera algún bien mayor fuera de la esfera de uno mismo, pensarán mis amigos psicólogos, los druidas de nuestro tiempo.
El mundo cumple 68 años sin Bogart y ya no se fuma en las películas, tampoco en las salas de cine. El mundo cumple 68 años sin Bogart y es mentira que nos quede París, ahora una sucursal, que diría el otro, del Banco Hispano Americano. La Casablanca de Estudio era un lugar lúgubre, un puerto franco a caballo entre la democracia y el apocalipsis, pero también un lugar luminoso gracias a la presencia de hombres íntegros, caballeros honorables disfrazados de cínicos despechados, un traje mucho más bonito que el que lucen los alemanes de nuestros días.