En vísperas de la ociosidad

Recuerdo el titular de una entrevista al crítico Carlos Boyero en el que venía a afirmar que si está vivo es porque ha pedido ayuda, de lo que se deduce que la ha recibido. Por otra parte, recuerdo también la frase de Julio Rodríguez: «vivir es perdonarse la vida cada día. Toma el café tranquilo». Y creo que ambas imágenes se me aparecen como dos deseos inconfesables y dos objetivos que sin querer persigo: la capacidad de solicitar ayuda y el modesto don de la autocompasión.

En el bar en el que escribo y tomo cerveza un chico le pregunta a una chica cómo está. Le dice que bien, pero él insiste y se justifica: “es que me han dicho que has dejado el trabajo”. La chica responde que sí, que es cierto, pero que está bien. Quizá en un futuro no muy lejano debamos afrontar con la misma naturalidad que esta chica ser cuestionados por nuestro estado anímico a raíz de un despido o regulación laboral (o cualquier otro enrevesado eufemismo). El futuro anunciado por la ciencia ficción es ya una realidad y las máquinas van a hacer mucho mejor que los humanos tareas que hasta ahora repercutían en un salario.

La sustitución de las personas por las máquinas ha sido una constante a raíz de la Revolución Industrial: la mecanización del campo transformó los quehaceres agrarios como la producción en serie y estandarizada sustituyó a la fabricación artesanal. En pocos años hemos asistido a diferentes procesos de reconversión industrial que han terminado con viejos paisajes y han hecho surgir otros, pero es probable que la irrupción de las inteligencias artificiales detone un cambio de paradigma y un subsecuente cambio en la estructura social sin precedentes hasta la fecha.

El trabajo como elemento organizador de las agendas mundanas, de las vidas cotidianas, del calendario anual, mensual y semanal de todos nosotros puede dejar de tener esta función. Quizá la luz solar recupere esta prerrogativa, o tal vez inventemos nuevas formas de auto esclavitud voluntariamente aceptada, pero es probable que nuestras capacidades no justifiquen la obtención de un salario, que nuestros sacrificios, además de no valer la pena, ya no tengan sentido ni siquiera bajo una lógica productivista o mercantil.

La duda está en si asistir a esta revolución con un atávico temor a lo desconocido o con una, tal vez irracional, esperanza de que, efectivamente, podremos vivir sin trabajar, comer sin trabajar, follar sin preguntar antes a la otra persona a qué se dedica. La duda está en conocer cómo emplearemos el tiempo, si el deporte, la moda, o las conversaciones sobre el antiguo trabajo y el próximo hobby serán suficientes. En Roma temían como a la rabia los períodos de paz, la mansedumbre impuesta a unos soldados sedientos de batallas, de largas campañas en el extranjero, quienes solían montar jaleo para entretenerse. ¿Qué nuevos problemas puede traer la ociosidad?  ¿Tendremos que redactar una nueva ley de vagos y maleantes?

Tomo la cerveza tranquilo, quizá esté anticipándome al futuro, avanzando hacia ese objetivo antes declarado de la autocompasión. Y pido ayuda a la chica que ha dejado el trabajo para aprender a llevar con tanta naturalidad este cambio de estatus, la emancipación del trabajo, que aún no de las compañías energéticas, el casero o el banco, quizá los colectivos más preocupados en estos momentos por si se desmontan siglos de estafa, de falsas necesidades, de custodia no solicitada de nuestros bienes y nuestro destino. Pero ojo, en tiempos de ociosidad, nos alerta Montaigne, crecen las malas hierbas, se pueblan los caminos de maleantes. No sé qué pensar.

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