En mi próxima vida seré un reseñador de cafeterías, un visitante asiduo de cafés con personalidad propia. No solo con historia, pues ese don solo lo puede conceder el tiempo y sería injusto con las nuevas apariciones, pero en los que se note el intento, no demasiado pretencioso, de querer ser diferentes, reflejando, por un lado, los sueños de sus propietarios, pero sin perder de vista que, como todo establecimiento hostelero, se debe a todos aquellos clientes que un día probarán sus manjares y querrán sentirse cómodos en sus mesas.
Lo siento, me gustan los cafés que no le gustan a todo el mundo. Me gustan los locales tenuemente iluminados, en los que la música esté, pero apenas se perciba, donde se pueda leer, conversar, jugar al ajedrez e incluso ligar con cierto disimulo, ya saben, cruzar alguna mirada que conduzca a un posible, improbable, encuentro o conversación en que ambos negarán haberse visto antes. Me gustan los locales en los que se respira un leve aroma a cultura, no un apestoso tufo a sectarismo político o ideológico. Donde uno pueda ser uno o portar una máscara, pero por elección propia.
Me gustan los cafés con sillas de madera o de mimbre. Con revisteros de madera y escaleras a un altillo que muchas veces no pisarás por estar muy a gusto a ras de suelo. Y por temor a que la realidad no pueda igualarse con lo que tu imaginación ha dibujado. Me gustan los cafés con carteles de cine en las paredes por la cinefilia que rezuman y porque son una autobiografía del tipo que te está sirviendo el café, al que no tendrás que hacerle demasiadas preguntas para poder confiar en él.
En el Café dels Artistes, en un valenciano de Castellón que me he apropiado para ser bienvenido en su cueva, Casablanca, La ley de la calle, Gilda o Taxi Driver nos hablan de un gusto por el cine clásico, más o menos antiguo, más o menos reciente y, tal vez, aunque esto sea atrevido, de una sensación de soledad e incomprensión. Los personajes principales de todas estas cintas se sienten fuera de lugar, secuestrados en un mundo que es objetivamente amplio, extenso, pero en el que también es posible morir asfixiados, más aún en contextos de contienda bélica o en el medio de una gran ciudad, siendo un anónimo mamífero en plena jungla de asfalto.
Un grupo de chicos jóvenes juegan al rol en una mesa e intentan descifrar el contenido de los carteles. Reconocen no haber visto muchas de las películas anunciadas en ellos, ignoran el poder transformador de algunas de ellas, que uno no es igual antes y después de haber visto Casablanca, de haberse planteado, como si le tocara decidir a uno, los dilemas que afrontan Rick, Ilsa o Viktor. O de haber visto Nueva York a través del parabrisas frontal del taxi de Travis Bickle y el abismo reflejado en el espejo de su modesta habitación.
Cafés y salas de cine amplían las fronteras de la vida y las expanden mucho más allá de los limites alcanzados por los transbordadores, a una dimensión desconocida, intangible, inconmensurable. De hecho, son dos de los templos de la contemporaneidad, recintos para la confesión, el encuentro con el prójimo, el cuestionamiento de la existencia de dios o algún otro ser omnipotente. Y si en los cines son los directores de las obras los que encuadran el discurso y enfocan nuestra mirada, en los cafés son las pequeñas decisiones no siempre voluntarias de sus dueños las que crean atmósfera, enmarcan la historia y configuran de alguna manera a los personajes, a todos los que cruzamos el umbral de su puerta, damos un paso al frente y nos sentamos a disfrutar de uno de los placeres más antiguos del mundo: la ingesta irracional de café, la absurda tarea de la escritura o la lectura, el vicio del diálogo o el juego. La vida en pausa.