Pero nos mantienen vivos

Hay libros que regalas sabiendo que tarde o temprano llegarán a tus manos y te provocarán un cierto sentimiento de culpabilidad. Es cierto, los regalaste pensando en el regalado, pero también pensando en ti, en tus gustos, en matar dos pájaros de un tiro concediéndote un tiempo para su lectura y su degustación. Este es el caso de El fútbol no te da de comer (Libros del Ko, 2022), una recopilación de columnas de Enrique Ballester que aborda el hecho futbolístico y todos sus alrededores con la ironía que cada vez más demanda este producto de marketing, esta ilusión mediática que sigue alimentando sueños infantiles, anhelos adolescentes y pesadillas de adultos.

Que el fútbol es un gran invento nadie lo puede negar. O lo adoras o lo ignoras deliberadamente, pero nadie es ajeno a su existencia. Puedes optar por golpear una lata abandonada o por dejarla donde está, e incluso recogerla y lanzarla a la papelera, pero no puedes obviar que allí está, interrogándote, solicitando atención. Su poder de atracción es tan primario como el de los hombros anchos de los varones o las caderas de las hembras en el reino animal.

Sin embargo, pese a su conexión tan íntima con nuestro yo más irracional, el fútbol es un producto relativamente reciente. Lo mismo sucede con la literatura, que en su versión institucional no tiene más de tres siglos, aunque el ser humano lleve milenios contando y escuchando historias, escapando de las exiguas posesiones de su mundo para vivir las vidas de otros de manera vicaria, como espectadores, oyentes y finalmente lectores.

Todo, tanto en el fútbol como en la literatura, nos conduce al juego, a la aceptación de un pacto entre escritores y lectores, entre protagonistas y espectadores, la asunción de unas normas que, durante un período de tiempo, noventa o cien minutos (o hasta que marque el Madrid), una u ocho horas (o hasta que toque salir de paseo con el niño, o con el perro), todos aceptan a sabiendas de que no están sustentadas en las normas del derecho natural o las leyes de las ciencias elementales. Cuando se lee el dragón existe, cuando se juega un tipo como Maradona, corriente, por no decir vulgar, lejos de una cancha, puede recibir el sobrenombre de dios del fútbol sin que nadie se sonroje.

Y a jugar, lo que se dice jugar con las palabras, juguetear con los recursos literarios, gambetear con la pluma y las teclas de su ordenador, con los pasajes de su memoria y las escenas que asaltan su inabarcable imaginación, a jugar, lo que se dice jugar con los epítetos, las anáforas y los pleonasmos; las metonimias, las prosopopeyas y las metáforas, a jugar nadie se compara con Celia Corral Cañas, escritora de la que como diría José Luis López Vázquez me declaro admirador, amigo y, si hiciera falta, esclavo y siervo.

Leyendo Cómo suspender Literatura (La consentida, 2024) comprendí que Celia se lo había pasado muy bien escribiéndolo, redactando, por ejemplo, uno de los mejores primeros capítulos que uno recuerda, un auténtico poema en prosa, una enumeración homérica y al mismo tiempo marxiana, hasta el punto de que uno no sabe si Celia describe la asistencia a un teatro o los inesperados huéspedes del famoso camarote.

El libro es una novela, pero es también un tratado de escritura creativa, un manual de los mismos recursos sobre los que establece un discurso satírico y por lo tanto crítico. El libro es metaliteratura, alta y baja literatura al mismo tiempo, un ejercicio consciente del subconsciente que sobrevuela en las aulas de instituto y de universidad, en los grandes salones donde se reúnen los grandes nombres de la literatura. Celia sabe mejor que nadie lo que hace falta para triunfar y también, algo que lleva con una brillante ironía, que ella solo posee la primera de las premisas, quizá la menos importante: un enorme talento.

Un enorme talento que, por fortuna, pudo y quiso descubrir la editorial La consentida, una marca que se declara independiente y que, por esto mismo, tal vez, se ha atrevido a publicar este retrato valleinclanesco de la alta sociedad literaria, también de la Academia (uno duda si escribirla en minúscula) y sus cloacas bañadas en pan de oro en este ejercicio ante todo lúdico, en esta muestra de gran talento que, como sucede con cualquier juego o partido, deja también una importante resaca: tras el pitido final uno puede decidir que ha ganado y que quiere disfrutarlo, que ha ganado pero no es para tanto; que ha perdido, pero no le preocupa o que ha perdido y ya está preparado para una revancha.

Y es verdad, ni la literatura ni el fútbol nos dan de comer. Pero nos mantienen vivos.

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