Me da cierto miedo que la siguiente conversación que mantenga con mis amigos trate de salud, de su ausencia. Y me da más miedo aún que esta conversación siga a otra de dinero, insatisfacción personal, sueños no cumplidos. Me da miedo que la anterior tenga que ver con el tiempo que hemos dejado de pasar con nuestros padres antes de que no estén, o no nos recuerden, y que la anterior a esta sea de trabajo, únicamente de trabajo, como si este fuera el fin último de nuestra existencia.
Digo esto escuchando a los compañeros de la mesa de al lado, personas mayores que hablan de enfermedades, pero también porque tengo bien presente que los fisios, los psicólogos, los abogados y las compañías de seguro son los grandes protagonistas de nuestro tiempo. A estas instituciones hemos entregado, por necesidad real o figurada, nuestra felicidad por el módico precio, piensan ellos, de nuestra alma (no en vano trabajamos básicamente para cubrir sus tarifas). Quizá idealice el pasado, pero en la entrada del teatro romano de Cartagena se nos cuenta que para Augusto el teatro era una actividad esencial. De ahí que construyera aquellos fantásticos graderíos, aquellos lugares de encuentro de una sociedad injusta (con esclavos, con mujeres, con los pobres), es cierto, pero avanzada.
Por este temor a que la vida se nos vaya entre conversaciones de trabajo y salud, a que la edad adulta sea únicamente nostalgia no resuelta de la niñez e idealización de la adolescencia, el pasado sábado quise escaparme de paseo por Cartagena, centro naval de suma importancia histórica para nuestro país y palimpsesto de culturas que han ido inscribiendo en la arena parte de su idiosincrasia. Allí pude huir de mí mismo y mi rutina, tomar el sol que se oculta tantas veces donde vivo, disfrutar del tedio durante unos breves minutos que parecían expandirse al tiempo que se inflaba la luz de mi espíritu.
En El soldadito de plomo, cafetería cercana al teatro, al puerto y al consistorio municipal, en pleno núcleo, en definitiva, de esta colonia cartaginesa, ciudad romana, medina musulmana y espacio clave en la reconquista que es Cartagena, favorita también de los piratas en la Edad Media, pude disfrutar de un café en compañía de una colección de libros antiguos, fotografías recientes y conversaciones interesantes. En fin, soy un perseguidor de cafés, de entornos amables con la adecuada mezcla de música y ruido que procuran paz y estimulan la generación de ideas.
Allí pensaba en una frase de José María García, estrella de la radio a la que el vídeo no solo no mató, sino que hizo más grande. «Prefiero comer una sopa de pie que tomar el mejor caviar del mundo de rodillas», le confesaba a su antiguo archienemigo José Ramón de la Morena en una conversación ciertamente emotiva. Pensaba si no se trataba de una integridad exclusiva de quien puede permitírselo, una honestidad propia de la clase alta que se nos veta a quien ni siquiera hemos probado el caviar y soñamos con ese día en que podamos ser héroes (o comer caviar).
Y en el teatro, de pie en el proscenio, pensaba en el vértigo que a veces entraña mirar hacia arriba, hacia las gradas repletas de espectadores, comedores de sopa y, excepcionalmente, de caviar, de pie o de rodillas, anónimos espectadores de la obra sobre los que no se posa ninguna mirada y que, sin embargo, reclaman su cuota de protagonismo, el precio de la entrada, en cada uno de sus comentarios, en las críticas vertidas en las distintas plataformas, en sus redes sociales. En ellos reside el deseo furioso de escapar de sus vidas y ser protagonistas de las de otros. Por eso piensan, en secreto, a la luz de las velas reflejada en las copas de whisky que beben a solas, que ellos también podrían ser los actores, los jugadores, los entrenadores. Que ellos lo harían mejor, que se lo merecen.
En fin, cómo no simpatizar con esta tiranía del público, del cliente. Cómo no aceptarla como cláusula de este contrato social según el cual el pueblo es sometido por el sistema a cambio de pequeños momentos de gloria o desahogo, ya sean de pie o de rodillas. Cómo no pensar en ello en estos pequeños momentos de café y tedio en soledad que me regalo, como otros se regalan entradas para el baloncesto o el teatro, antes de que todo sean conversaciones sobre la salud de los padres, de los hijos o de sus propios corazones.