Café en Plaza Montanelli

Llegar por azar, pedir un café y descubrir, entonces, no antes, que la plaza de la pequeña localidad toscana de Fucecchio en la que me siento a tomar un capuccino se llama Montanelli en honor al historiador italiano Indro Montanelli, autor de numerosas novelas ambientadas en la antigüedad, resucita el impulso de escribir, la pulsión por teclear reflexiones de distinta índole acumuladas en estos diez días en los que he estado viajando junto a Elsa por el norte de Italia.

Varias de esas novelas, especialmente Alexandros, me acompañaron durante las tediosas tardes de verano en las que debía distraerme solo, sin compañía generacional de ningún tipo, en la casa de campo familiar cerca de Almenara de Tormes. Allí debieron forjarse algunas de las cualidades que aún hoy reconozco en mí, especialmente en mi faceta de viajero, fundamentalmente la paciencia y la resistencia a la fatiga, la seguridad de que un solo momento, un solo instante, puede cambiarlo todo y que, por ello, precisamente, merece la pena seguir intentándolo.  

En Italia amanece antes, quiero decir, en Italia el reloj marca una hora más temprana cuando el sol empieza a surcar el arco celeste, lo que hace que sus gentes inicien la jornada también antes (antes en el reloj, en el tiempo, quiero decir), pero hoy es domingo en Fucecchio y en toda la cristiandad. Y en Italia sale el sol antes, pero el domingo es dies Dominicus y anoche fue sábado (y además los banderines revelan que ayer tuvo lugar algún tipo de festividad local) como atestiguan las ojeras del encargado del único local abierto, que barre como un autómata los restos de la fiesta, fundamentalmente colillas.

Todo es dulce y suave, y tiene el color de las cosas de Italia. Elegí esta frase atribuida a Henry James, en este caso seguro de Henry James (se publicó en uno de los relatos de viajes que escribió para The Nation allá por 1870), como epígrafe de El sueño del gregario, relato de la colección Hasta que la noche nos alcance, porque leerla supuso viajar a Italia por segunda vez, tal fue su poder sugestivo. La primera, claro, había sido a través del Giro y el paso del pelotón por sus carreteras, el pedalear solitario de los héroes por las sendas de montaña de Apeninos, Alpes y Dolomitas. La tercera, a través del cine de De Sica, Fellini Tornatore o Sorrentino.  

En la estación de San Miniato, precisamente, quise ver el andén en el que Toto se despide de Alfredo cuando este le recomienda no mirar atrás, no arrepentirse nunca en una de las escenas más icónicas de Cinema Paradiso. Obviamente, aquel andén estaba situado en Sicilia, lejos de este lugar concreto de la Toscana, pero hay una conexión espiritual y emocional entre todos los puntos de esta república de repúblicas, papados, condados y territorios de otras coronas. Hay algo en Italia que podría resumirse perfectamente como lo hace Henry James, apelando a cuestiones kinestésicas, pero que también linda con lo espiritual y lo emotivo.

En apenas diez días me he emocionado muchas veces. Menos de las que me hubiera gustado por el cansancio propio del turista, por la presencia de multitudes alrededor que impedían que dispusiera de momentos para la lágrima o la carcajada. Uno puede asombrarse ante el Duomo de Milán, en un barco sobre el lago Como, frente a la Arena de Verona, sobre un puente cualquiera de Venecia o viendo el atardecer desde la Piazzeta Michelangelo de Florencia. Pero en estos lugares uno es antes turista que persona, miembro de una cola que lleva a un museo (o a la compra de entradas para un museo) antes que capitán de su propio destino. Y actúa como uno más, como uno cualquiera. Asiente cuando es oportuno, camina como un androide.

Es la paradoja del turismo, actividad llamada a banalizar experiencias que, de no haber sido estandarizadas, podrían ser epifánicas, transformadoras. Hay algo alienante en cada paso que damos siguiendo una fila, parados ante un guía, fotografiando la misma puesta de sol. Y, sin embargo, hay algo esencialmente humano, placentero por definición, en tomar un capuccino un domingo temprano, en la plaza Montanelli de Fucecchio, junto al Nuovo Teatro Pacini, en la compañía de dos feligreses paganos y bajo la sombrilla que acaba de desplegar el dueño del único local abierto en el pueblo.  

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *