El desierto de nuestras vidas

Cuando ya creía que había llegado tarde a su encuentro, que ya nunca podría leer esta obra con el tiempo y la energía suficientes como para enfrentar el desafío que supone, no tanto intelectual como emocional y psicológico, El desierto de los tártaros se me apareció en la estantería virtual de mi libro electrónico como ese espejismo tangible, esa mancha oscura que amenaza y al mismo tiempo enciende los ánimos de los soldados que custodian desde hace muchos años la fortaleza Bastianini. En él, en los breves espacios dedicados a su lectura, se han depositado todas mis esperanzas durante estos días en los que se mezclan los comienzos y los finales y todo quiere amenazar la estabilidad anhelada.

Llevaba años deseando enfrascarme en su lectura, perderme, como quien se pierde en un bosque, en la portentosa narración de Dino Buzzati, uno de mis escritores fetiche y con cuyas crónicas del Giro de Italia terminé de enamorarme del ciclismo, de la naturaleza y también del propio país transalpino, tal fue su capacidad de seducción. Sus descripciones de paisajes te incrustan directamente en las montañas que defienden la fortaleza y te hacen, no solo escuchar la fuerza de los arroyos, sino ser el arroyo mismo que brinca de peña en peña.

Pero no es una experiencia grata o sencilla. El libro te interpela, sobre todo si eres varón de mediana edad y no sabes muy bien quién eres y por qué haces lo que haces. O varón joven con visión de futuro, consciente de la fugacidad del tiempo y la inutilidad de las empresas humanas, pero acomodaticio y hasta cierto punto abnegado. O varón que afronta la edad madura sin saber muy bien en qué pensaba cuando era joven, por qué optó por permanecer tantos años en el mismo cuarto, levantándose a la misma hora, jugando a las cartas hasta tarde.

Giovanni Drogo invierte a fondo perdido su juventud aceptando lo que un día negaba, fundiéndose con la rutina y la costumbre que van en el forro de su uniforme militar de teniente recién graduado. Él sabe que es así, pero se engaña porque desde el norte se cierne una gran amenaza en forma de ejércitos asesinos, de tártaros despiadados, o eso rezan las leyendas. Esos bárbaros, lo sabe Drogo como lo sabía Kavafis, eran, al fin y al cabo, la solución. Pero tampoco llegaron. Y el teniente permaneció allí porque, como cita Buzzati, ya estaban en él el entorpecimiento de los hábitos, la vanidad militar, el amor doméstico a los muros cotidianos.

El desierto de los tártaros nos habla también de la espera. Hace poco, en una reunión con jóvenes jugadores, les proyectaba La balsa de la Medusa de Gericault, un cuadro que refleja a la perfección las emociones humanas. Y les pedía elegir, de entre todas estas emociones, la esperanza. Y me sentí un poco como el comandante que recibe a Drogo y le dice que no se preocupe, que en cuatro meses podrá irse, pero que en realidad querrá quedarse. Espero que no se confundan nunca la esperanza con la resignación, aunque siempre me ha gustado el concepto que leí por primera vez en un libro de Zweig: la resignación sublime.

No me pregunten qué significa, tampoco en qué se diferencia invertir el tiempo de ponerlo en la cuenta de aquel que ya no somos. Y no me pregunten tampoco por las causas que dan sentido a nuestras vidas, quizá ayudar al otro, quizá educar, sanar, proteger, pero no sé. Tampoco conozco ninguna empresa que se duela o padezca en primera persona por las arrugas de sus trabajadores, por sus ojeras y sus esperanzas perdidas. También las ciudades y los entornos, la casa abandonada tras la aceptación del primer destino y que ya nunca son los mismos y nos resultan ajenos cada vez que regresamos, hasta el punto de que dejan de tener los efectos curativos que tenían en la infancia y la adolescencia.

Pero bueno, seguro que lo importante aún tiene que comenzar, que los ejércitos del norte empiezan a recorrer las carreteras en las que llevan años trabajando y comienza la batalla por la que hemos aguardado durante décadas Y si todo ello nos coge ya moribundos, en nuestro lecho de muerte, qué mejor que poder, a pesar de todo, sonreír en la oscuridad, aunque nadie nos vea, como pude hacerlo al terminar la lectura de El desierto de los tártaros, un libro imprescindible cuya espera, esta sí, mereció la pena.  

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