Mientras nos quede el desencanto

Hoy he querido pisar de nuevo una facultad de Derecho para poder comprobar el paso de los años sobre sus estudiantes y sus conversaciones sobre moda, profesores y pretendientes. Hoy he sido testigo una vez más del gran éxito de su cafetería, a la que acuden no solo alumnos y profesores, no solo curiosos transeúntes nostálgicos, sino también señores mayores que leen la prensa del día en la compañía de las nuevas generaciones.

 

Siempre bromeo diciendo que nunca se deja a tiempo la carrera de Derecho, que nunca se abandonan puntualmente sus aulas, antesala del enrevesado mundo de los juzgados, del mezquino ecosistema de las demandas y las denuncias y los absurdos procedimientos que, apelando al garantismo y la igualdad ante la ley, dejan en pelotas a los que nunca hemos querido aprender una jerga deliberadamente críptica y hostil, unos algoritmos que buscan ser complejos para asegurar el sustento de todos aquellos profesionales que orbitan en torno a ellos.

 

Un aforismo latino, ubi societas, ibi ius, asegura de modo literal que allá donde hay una sociedad hay Derecho, con mayúsculas, esto es, normas que imponen deberes que conviven con otras que conceden facultades. Es decir, uno puede abandonar la carrera de Derecho, no contribuir con su sangre y sudor a justificar el sistema artificial que envuelve nuestro día a día, pero no puede dejar de someterse al rigor de normas, no lo olviden, que emanan del legislador, esa figura que durante los primeros años de estudio me pareció justa y maravillosa y que luego recuerdas que coincide con los políticos elegidos por sus partidos en cada circunscripción electoral. Ellos son los legisladores, portavoces de la soberanía popular (o nacional, aquí también se hacen buenas pajas para seguir cobrando), otro concepto que al principio encendía mi espíritu y que ahora identifico con las hordas de gente que expulsarían a los inmigrantes o privatizarían la sanidad. Por poner un ejemplo.

 

Aunque no lo crean, no me he sentado en esta cafetería para hablar de Derecho, legisladores, pueblo soberano o justicia. Me he sentado para hablar de desencanto y resignación. Nos lo dijo Henri Michaux, «el nuestro no es un siglo para paraísos», probablemente tampoco para ideales ni para el valor moral que los ha acompañado siempre. Eso reduce nuestra existencia a atender a lo concreto, pero el problema es que lo concreto no se corresponde exactamente con la realidad; no es una suma de zapato, calcetín y bragas, sino un constructo teórico que ha venido a sustituir al ideal platónico o al paraíso cristiano y que tiene mucho más que ver con el macabro sistema jurídico que con el humanismo renacentista o la mera supervivencia.

 

Hoy he vuelto a la cafetería de Derecho para ver las caras de quienes me someterán en algún momento de sus vidas a sentencias injustas perfectamente argumentadas, a procedimientos que agotan la paciencia de cualquier ser semoviente. Me siguen pareciendo bonitas, sobre todo las de ellas, que además son mayoría. Me sigue encantando su fragancia, casi tanto como el Derecho Constitucional de primero, las teorías de Bobbio o mi querido profesor de Penal, Pérez Álvarez, y su método dialógico socrático de enseñanza que casi me hace amar el Derecho. Aún recuerdo su llamada cuando se enteró de que lo dejaba. Por fortuna, no fue tan convincente como cuando me explicaba la teoría del delito.

 

A estas alturas de mi vida, atravesando un nuevo desierto, una crisis de entusiasmo, solo pido que todas estas chicas (son mayoría) no prohíban la sensación de desencanto y el dulce regusto melancólico que saboreamos muy de cuando en cuando los que nos enfrentamos a la realidad reconociendo, y rechazando, aunque sea en vano, la urdimbre que han creado los que legislan a los legisladores, los buenos vasallos de amos invisibles, despiadados y mediocres con los que compartí aula y algunos cubatas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *