Por el Paseo del Espolón

No sé nada de botánica, pero sí soy capaz de imaginar a Van Gogh, feliz ante esta otoñal estampa del Paseo del Espolón, un lugar fantasma a esta hora en la que el sol empieza a desvanecerse en un ocaso que amenaza con durar más de un invierno. Ojalá se quedaran grabados para siempre estos colores, ojalá siempre un miércoles de noviembre, al resguardo del viento del norte, con los sauces desnudándose al ritmo de la música del viento: you can leave your hat on. Ojalá esta tristeza infinita, contemplándose a sí misma, serena y no angustiada. En silencio. Con las palabras confinadas, sujetas al toque de queda que demanda la lucha contra la estupidez.

 

Tengo la sensación de que estamos corriendo delante de un virus condenado a alcanzarnos, lo que significa que nos dirigimos al abismo al grito de “maricón el último”. Por muy feministas que se proclamen nuestros dirigentes, los pasos que vamos dando son los mismos que hubiera firmado un caballo semental cruzado con Julio Iglesias, o con Ernest Hemingway en plena sabana africana, perseguido por una pareja de leones pero con tiempo para una pausa procreadora. Al grito de “muera la inteligencia” que tal vez nadie pronunciara en su momento, sembramos cada día las semillas de una pandemia que no pondrá contener ninguna vacuna. Los que resistamos, soy un pesimista, nos encontraremos con un mundo muy distinto.

 

Un mundo en el que la empatía será una condena, si no lo es ya, en la medida en que no está repartida ecuánimemente y su descompensación causa tremendos abusos en diferentes escalas espaciales y temporales. Para los que la sufrimos, por poseerla, entender a todos estos Bartlebys que nos rodean, ocasiona un dolor infinito, una rabia que los sabios nos invitan a transformar, a contener, a canalizar de un modo positivo. Ellos, maestros de la soledad, del retiro, de la ironía. De la epístola sanadora, del desahogo en la quietud de la alcoba, no nos pueden engañar. John Kennedy O´Toole ya lo sabía, aunque no resistiera para verlo. Los necios, hombres de acción y de palabras, en vez de reflexión y de silencios, se conjurarán para gobernarnos en nuestros estados, en nuestros trabajos y en nuestras familias. Y aquí están.

 

No es tiempo de estoicismo, ya lo siento, amigos de la razón, virtuosos en el sentido aristotélico. No por ser tachados de equidistantes, eso es lo de menos, sino por poder seguir saliendo a la calle y reconocer el mundo en el que de alguna manera vivíamos, con sus espacios para el deleite y la contemplación, para el monólogo concentrado, la música, la lectura. Alíense, si es necesario, con buscavidas y conseguidores, con gente de acción y sin escrúpulos, ya no podemos aceptar cortapisas kantianas. Necesitamos a Han Solo. O a los hobbit. No es momento para la interiorización de la ley moral, salvo que la queramos seguir practicando en una cárcel sin barrotes a la que seguiremos, por pereza, llamando vida.

 

Y no, no basta con la palabra, Blas de Otero, hace falta una insurrección a la altura de la que se ha gestado democráticamente durante años, con la excusa de las urnas, al amparo de una libertad de expresión autocensurada, llena de remilgos y de excusas para no intervenir con dureza en el discurso público, dominado por los sofistas, gente sin ley moral, ni dentro ni fuera, que se reproduce por esporas gracias a instrumentos de difusión cada vez más sofisticados. No solo el hambre, físico y tangible, puede convocar a las masas. También nuestras famélicas despensas de sabiduría y pensamiento deben enfurecernos.

 

Pero claro, lo comprendo, porque lo comprendo todo. Este amarillo frugal, este verde que se marchita, esta brisa fresca que mañana helará los campos, nos invita a permanecer impávidos, contemplativos. Felices, a pesar de todo, por estar aquí, caminando de arriba a abajo por este paseo del Espolón que más bien parece un Potosí tras el cierre de las minas. Un París ocupado por los alemanes, por los viejos alemanes, tan parecidos a los de hoy.  

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