Quién supiera reír…

Como llueve en Oviedo. Y es que el agua que cae sobre la cuenca del Nalón cala y moja, como las demás, al tiempo que mece y abraza a los habitantes del valle. También a los recién llegados, incluida la estatua de Woody Allen, para la que tampoco corren buenos tiempos. También en Oviedo llueve sobre mojado.

 

Esto me recuerda el miedo que me provoca la facilidad con la que asumimos titulares difamatorios, cruces y calvarios que no nos corresponden, como si algún día no fuéramos a jugar todos ese papel: ser la diana de una mala interpretación, de una venganza privada. Todos los que ven Doce hombres sin piedad critican al personaje que tiene prisa por ir al béisbol y alaban la capacidad de Henry Fonda de pensar diferente y alejarse de la respuesta mayoritaria. Hay un verdugo habitando en cada alma desnuda, en cada conciencia autoaliviada por el sueño, un verdugo que no se reconoce, desde luego, que mata y olvida, que hiere y limpia el puñal, no la herida.

 

Desde la cima del Naranco se distinguen los edificios principales, los principales picos de la Cantábrica. No la estatua de Woody Allen. Tampoco la del viajante. Oviedo es verde como el pasto y gris como la caliza. Es grande como sus picos y pequeños como sus seres, aunque se llamen Ángel González y para ello fuera necesario un ancho espacio y un largo tiempo. O Ana Ozores, en plena crisis marital. O Clara Campoamor, madrileña y asturiana. Y su ley. Y su lucha.

 

Pero hace ya mucho que regresé de Oviedo. Aunque me hubiera quedado viendo llover desde la entrada de su estación, cerrada por la noche, por coronavirus y aporofobia, viendo en bucle las luces rojas de un luminoso, apostado contra la caliza, acompasando mi respiración con la de Ana, otra Ana, regenta únicamente de su propia voz, única e irrepetible, igual cantando una de Rocío Jurado que tarareando una de El kanka.

 

Hace mucho, decía, porque la vida ya no permite vivir, detenerse para pensar y escribir. Siempre estamos embarcados en alguna ida, o en alguna vuelta, en algún regreso a ninguna parte. De ahí que nos quede el reencuentro, la cita en Londres, Oviedo o Moscú, el abrazo que ni va ni vuelve, pues se queda impreso en el alma dejando, en el viejo lugar que ocupaban las cicatrices, el sello del verdadero sentido de la vida: la amistad, el viaje, la pausa.

 

De amistades, viajes y pausas en el camino va también Madrid, Nueva York, Logroño, un trinomio que no marca el inicio de ningún chiste, tres ciudades que jamás se hubieran cruzado, no al menos las tres, en ningún baile –Logroño nunca hubiera estado invitada a la fiesta–. Madrid, “Nueva York” y Logroño son tres lugares inscritos en sangre en mi biografía, una biografía que no está, pero se dibuja, en las líneas de mi segunda obra publicada, un compendio de lo que soy: un Henry Fonda sin valor ni valores, un Woody Allen bajo la lluvia, un viajero siempre de regreso a su particular Manhattan, a su primavera más florida, siempre la misma. Nunca igual.

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