Hablemos, a pesar de todo

A dos mesas de distancia se repiten topónimos alemanes e irlandeses, también polacos. Allí encontraron su primer empleo las chicas castellanas, licenciadas en Filología Hispánica, que toman un café con leche. Allí acudirán de boda el septiembre del año que viene. Y conocen perfectamente a los polacos, “que dicen lo que piensan”, que “son muy hospitalarios”, y que “no se parecen nada a los checos”. Me acuerdo de Karolina, a la que imagino ahora hablando de Salamanca en un café de Varsovia y reconozco que es justo así, como dicen. Y sí, los españoles muy majos, pero poco trabajadores.

La posibilidad de viajar nos llegó, a los seres humanos, demasiado tarde y demasiado pronto. Para cuando pudimos conectar penínsulas y archipiélagos entre sí, ya habíamos inventado miles de lenguas distintas para relacionarnos con los habitantes del pueblo y del valle, y desarrollado una ambición desproporcionada por la propiedad. Este hecho condujo a que los encuentros fueran poco fructíferos. La incomunicación y el escaso interés por escuchar al otro condujeron a guerras y conflictos que aún permanecen latentes.

Por otra parte, aunque no arrastre consecuencias tan desastrosas, la posibilidad de recorrer grandes distancias en muy poco tiempo nos ha llegado demasiado pronto. La educación sigue controlada por los estados, los prejuicios corren vertical y horizontalmente de generación en generación y de vecino en vecino y, además, la vanidad ha convertido el viaje en un elemento almacenable. Nada se lleva el viajero de un lugar que no llevara ya consigo, pues todo lo que observa queda inexorablemente adherido a su escaso bagaje de categorías, formadas por aquellos osados profesores que se atrevieron a sembrar en terreno inculto su inevitable ignorancia.

Se lamentaba Alejandro Zambra, poeta y narrador chileno, de esta manera, ante el progresivo acceso al idioma de su hija: El pensamiento de que pronto abandonará el dichoso vanguardismo de los ruidos para adoptar las convenciones del lenguaje humano me provoca una nostalgia anticipada. Y yo, que hasta ahora había planteado la adquisición de una lengua como una generosa oportunidad de conocer a otros, siento ahora el peso limitante de lo que necesita ser nombrado, la escasez de los sonidos que somos capaces de emitir e identificar y lo tentador que resulta guardar silencio durante días.

Hace tiempo que ya no distingo palabras en la conversación que está teniendo lugar a dos mesas de distancia. Y siento que ya no conozco a los polacos, ni a los checos. Y si ya de por sí hablo bajo, dejando escapar el sonido entre los dos paletos, ahora apenas soy capaz de emitir un balbuceo susurrado. Pero no puedo celebrarlo. No me atrevo: llevo horas hablándole a nadie y aún no me he desprendido del temor de ser “un hombre solo en una casa sola”, y recito todo lo alto que puedo, para no parecer un loco, el poema de Jorge Tellier.

Un hombre solo en una casa sola

no tiene deseos de encender el fuego,

no tiene deseos de dormir o estar despierto.

Un hombre solo en una casa enferma.

No tiene deseos de encender el fuego

y no quiere oír más la palabra futuro.

El vaso de vino se ha marchitado como un magnolio

y a él no le importa estar dormido o despierto.

La escarcha ha empañado las ventanas,

pero a él solo le importa mirar la apagada chimenea.

Solo le gustaría tener una copa que le contara una vieja historia

a ese hombre solo en una casa sola.

Una historia como las que oía en su casa natal.

Historias que no recuerda, como no recuerda que aún está vivo.

Ve solo una copa vacía y una magnolia marchita.

Un hombre solo en una casa enferma.

Deja un comentario