Desde hoy voy a empezar a contar lo que me resta de vida en cortes de pelo, uno de esos rituales inútiles desde el punto de vista evolutivo y, sin embargo, imprescindible para sostener la salud mental de los habitantes de nuestro tiempo, al menos la mía. En la peluquería toda conversación es intrascendente, pasajera. No deja huellas ni heridos. Y no pretende basarse en ninguna ciencia aún no demostrada. Lo mejor del peluquero es su probada indiferencia, lo poco o nada que le importa, en realidad, lo que puedas contarle. Lo segundo mejor es la tangibilidad de su obra, cada mata de pelo que cubre el suelo aterrazado de su santuario y que será barrida con la misma y probada indiferencia. No es más que pelo.
Es lo que más echo de menos cada vez que me enfrento a las redes sociales, o a los individuos que dicen estar delante, o detrás, de sus avatares, que a veces son incluso peores en persona. La noción de intrascendencia, el silencio como opción posible y tantas veces deseable. Hay un exceso de intensidad en cada lance, en cada cruce sin semáforo, en cada cita con el profesor de los hijos, el antiguo amante, el nuevo o, por supuesto, con el psicólogo. Dicen que a veces es bueno llorar a mares, desahogarse. Pero lo que tenemos que hacer es desintoxicarnos de tanta relevancia, recordar aquello de “the pale blue dot” en el que vivimos. Ir cada poco a la peluquería, pero no para hablar de la Rociito o de su sucesora. Para callar, sentir el tacto afilado de la tijera, el ruido de la maquinilla; o a Manolo Tena de fondo, avisando de su muerte años antes de que esta sucediera.
Lo más curioso es que este auge de la individualidad y el individualismo ha sido construido por los maestros de la estandarización, buscando escalar costes, no inflar nuestra autoestima. Buscamos distinguirnos del otro llevando los Levi´s que tejen a puñados. Para reclamar la igualdad de derechos reclamamos que nos traten como a los demás cuando, por definición biológica y fenotípica, somos forzosamente diferentes. Los establecimientos donde acudimos a sentirnos especiales se fabrican a cholón basándose en criterios de neuromarketing construidos sobre variables estadísticas que, como todo lo que estudiamos en el colegio, la mayoría de nosotros ya ha olvidado. Construyen nuevas iglesias cada semana, nos hacemos fieles de leyendas mucho peor contadas que la cristiana, judía o musulmana, y vamos al peluquero a imitar el corte de pelo de algún famoso.
De ahí que yo emplee siempre la fórmula del “como siempre” para que el peluquero haga, como siempre, “lo que le dé la gana” y ambos finjamos que existe un vínculo afectuoso entre nosotros, que yo repito en esta peluquería por elección propia y no por ser un animal de costumbres y que él me corta el pelo como si yo fuera alguien especial, que ha optado por un corte único, distinto, que lo hace reconocible por las aceras, lo que hace que los peatones se retiren a su paso, o que lo detengan para hacerse fotos, en función de si uno es un reconocido homicida o un famoso de la tele.
Este “como siempre”, que en realidad no denota ninguna búsqueda de reforzamiento de la individualidad, sino simplemente una evocación del caldero de alubias que nuestra madre nos obligaba a comer, de los cuentos infantiles cuya verosimilitud nadie ponía en cuestión, este “como siempre” es el que abre uno de los episodios más inútiles y sin embargo felices de mi vida. El érase una vez de una breve historia en la que puedo fingir, bajo el ruido de la máquina, que soy inteligente, que hay una filosofía detrás de mis actos, que los Levi´s que llevo no son del baratillo de la esquina. Porque yo, yo soy especial, pero ni a ti ni a mí nos importa, que es lo mejor de todo.