No hay nada peor para un amante de la lectura y la escritura que un exceso de realidad, que un día a día guiado por el cartesianismo y el empirismo, por la interpretación literal de las palabras. Sin la metáfora, algunas plantas nos amustiamos a falta de la luz de la fantasía y el agua de los torrentes poéticos. Deben ser los efectos secundarios de la sequía, que no afecta solo a las ramblas que dan al Mediterráneo, sino también a las vidas de quienes se dirigen a lo desconocido a través de una ignorancia que no casa bien con la pedantería de quienes las rigen u ordenan. Educados en la modestia y la humildad cristiana, quién puede culpar a sus padres y abuelos por ser buenos cristianos, algunos llevamos muy mal negociar con los fariseos de nuestro tiempo. Ante este panorama, voy a organizar el siguiente discurso a través de tres verbos de la tercera conjugación, tres verbos que son un lema en sí mismo, un modo de hacer las cosas, una nota de carácter o personalidad: resistir, insistir, desistir.
Resistir. En su ensayo La resistencia íntima, Josep María Esquirol apela a una ética de la proximidad, a un modo de vida basado en el cuidado de lo propio y cercano en oposición a la indiferencia a la que nos conduce un mundo cada vez más tecnificado y ajeno. Resistir perdería el habitual significado “sisifiano” o “balboano”, el que el sistema inocula silenciosamente en la sociedad con más de una década de educación obligatoria, itinerarios trazados, lecciones dadas por tipos enajenados por culpa de una burocracia que devora todo a su paso. Mucho han tardado las inteligencias artificiales en sustituir al ser robotizado al que todo lo humano le es ajeno, el que preferiría no hacerlo, pero resiste, resiste, fracasa y fracasa cada vez mejor estafado por culpa de una romantización y adaptación con dejes empresariales de la idea estoica. No todo el mundo puede ser estoico. Si no hay aceptación tranquila, resignación sublime, hay masoquismo o flagelación, no estoicismo. Resiste y vencerás, vienen a decirnos los manuales de autoayuda. Pero solo gana uno. Lo sabemos desde los tiempos de Caín y Abel.
Insistir. Persistir. Aguantar. Soportar. Hay algo de frostiano en este lema neoestajanovista, el sueño de los esclavistas de nuevo cuño que el sistema ha convertido en eufemismos tales como empresarios o jefes. Tomar ese camino hizo toda la diferencia, al menos en esta concepción que los científicos han definido como el sesgo del costo hundido. Hay una creencia que nos lleva a seguir invirtiendo recursos en aquellos proyectos a los que ya hemos dedicado gran parte de nuestro esfuerzo, sabiduría o experiencia por aquello de no echar a perder todo lo aportado. Es el mismo sesgo que nos hace sentirnos los padres de alguna criatura, llámese proyecto, libro, boceto o esbozo y el que hace que nos cueste especialmente enviarlos al lugar que les corresponde, casi siempre el cubo de la basura. O mantener una relación por evitar que se vuelvan ruinas todas las paredes levantadas, los jardines cultivados a cuatro manos, los colchones con los muelles hundidos. El pasado no insiste, es la memoria, y la memoria es fantasía. Cambien el surtidor.
Desistir. Cambien el proveedor de recuerdos, alteren la línea del tiempo, entiendan que lo vivido no regresa y desistan si es necesario de todo aquello que es contingente y que nuestra mente nos hace interpretar como necesario. No es verdad o, al menos, no más verdad que la nueva historia que se abre a continuación. Nuestro paso por la Tierra es muy breve y, sin embargo, ya ha sido jalonado antes de que naciéramos. El trabajo se ha convertido en el nuevo eje organizador de nuestros días e incluso amar, tener hijos o quedar con los amigos empieza a parecerse a una nueva faena, a otra tarea más que juzgaremos por el grado de satisfacción que nos produjo. Hartos de sufrir a nuestros jefes devenimos uno de ellos cada vez que ejercemos la paternidad, la amistad o el amor.
No resistamos si al final del camino elegido se asoma este panorama sombrío y gris. No insistamos pese al camino ya recorrido, que fue este, pero bien pudo ser otro, no seamos tan orgullosos. Y desistamos si es necesario, no para comprar ninguno de los verbos que otros han elegido por nosotros para explicarnos la vida, no para reinventarnos ni renacer, sino para explorar otras posibilidades. Tenemos la libertad y no la queremos ejercer. Desistimos habitualmente de nuestra capacidad de elección, de la permeabilidad de las fronteras, de la naturaleza que nos acoge y, sin embargo, cenutrios, nos empeñamos en no desistir de ser quiénes creemos que somos: una ficción de los demás, una imagen fabricada por los otros para los otros, un engranaje más de un sistema sin metáforas, sin jardines cultivados y esencialmente cainita. Es absurdo, pero no sabemos hacerlo mejor.