Visitar París en plena primavera es arriesgado. Uno acepta la posibilidad de que luzca el sol, hecho improbable, e ilumine la fachada de sus edificios blancogrises, o aquellos otros que parecen esculpidos en oro puro. Y que se llenen los jardines de niños que juegan, estudiantes que saborean sus últimos años de vida universitaria, perros que se rebozan en el césped y seres desahuciados que encuentran en el verde el color por el que apostar lo poco que les queda. Al visitar París en primavera uno asume que cobren vida sus plazas y sus terrazas al aire libre, donde turistas y locales se sientan de cara al gran espectáculo que ofrece la ciudad a cualquier hora del día.
Hace poco asumí este riesgo, un riesgo que se paga con el regreso a cualquier otra primavera, a cualquier otro rincón, necesariamente más feo, menos vivo, más viejo. París simboliza la juventud presente, o la perdida, pero la juventud. En ella habitan, aún en plenitud de facultades, los reyes que huyeron escapando de la amenaza que representaba el pueblo libre, el municipalismo, el afán de libertad, moviendo sus residencias cada vez más lejos de la Île de la Cité. Hoy, sin embargo, los ciudadanos sufren los azotes de la política y es esta la que se cuela en sus casas a cualquier hora del día, la que los insulta gravemente con discursos cada vez menos inteligentes y sin barricadas que puedan protegerlos. No hablo de guillotinar, sino de invertir los términos. Y que vuelvan a ser ellos, los actuales monarcas de lo público, los que lo respeten o huyan por no hacerlo.
Dos españoles viejos pero jóvenes se sientan a tomar un crêpe en la plaza de la Contraescarpe, tantas veces citada por Hemingway en sus memorias parisinas. Lo hacen sobre un poyete, como todos los demás estudiantes. Son viejos, repito, pero sus recuerdos cobran brillo en el tumulto, en cada celebración de la joie de vivre que se da, de manera improvisada, sin previo anuncio, en cualquiera de las calles próximas al Panteón. A través de la comedia, pero también en París, el hombre se ríe de la muerte. Allí los cementerios son lugares de visita, monumentos nacionales donde reposan los vulgares en compañía de los ilustres, en este orden.
A pesar de ser la ciudad del mundo con más turistas al año, los parisinos (y las parisinas) visten de manera informal y se mueven con aire desenfadado, no tienen nada que demostrar. Y digo esto sin haber pedido ni una sola vez el carné de identidad a los compañeros de vagón de metro. Si Kennedy era un berlinés, aún es más cierto que todos somos un poco parisinos, que si paseamos por sus calles cualquiera podría identificarnos (si no fuera por el acento) como un ciudadano más camino del próximo café, del próximo encuentro ocasional, del molesto centro de trabajo que retrasa la llegada del tiempo de ocio y solaz.
Sin ánimo de idealizar el recuerdo de los paseos por las orillas del Sena, por los bulevares diseñados por Haussmann o por las callejuelas de Montmartre o el Quartier Latin, creo que París resume mejor que ninguna otra ciudad lo que debe ser lo urbano: lo comunitario, lo municipal, la interculturalidad, aunque en su momento diera lugar a revueltas, la belleza ornamental, pero también la no buscada. No somos tan ingenuos y sabemos de la obscenidad que representa pagar cinco euros por un café crème, pero incluso allí donde el capitalismo levanta sus templos, en la misma Plaza Vendôme, uno puede dirigir la vista hacia algún otro lugar. Obviar que París es otro centro más del dólar, el euro, la libra y el petróleo. Oler el césped, sentarse en una de las sillas públicas a ver correr el agua, el tiempo, la vida en Les Tulleries.
La vida sin renunciar a la juventud. Porque en París uno sabe dónde encontrar la medida del espacio, el metro que nos une y separa, pero en ella el tiempo corre ajeno al sistema sexagesimal sobre el que intenta imponerse un ordenado engranaje de trabajos para otros, de tareas enfocadas en agradar a los demás, en complacer a un jefe, a una esposa, a un hijo, a un esquema de vida ajustado a la moda, a los tiempos, a una tradición. París nos concede, en forma de recuerdo, una cierta inmortalidad, la relajación de los deberes, una carcajada cuando pensamos en la muerte. Un lugar seguro en el que ubicarse cuando nos lo pida el psicólogo. En vaqueros, con un top o una camiseta de andar por casa, la etiqueta demandada para participar en este foro.