Reconozco que no han tenido mi atención durante el campeonato. Hace ya años que he abandonado el fútbol como forma de ocio, aunque de vez en cuando un partido como el de esta mañana llega para reconciliarme con sus fortalezas, fundamentalmente la emoción y la épica a la que conduce un resultado corto, la igualdad de los contendientes, el grosor de los postes, la figura controvertida del árbitro, o la árbitra. El fútbol confabula contra los apostantes a base de azar y cada vez más táctica, pero también a base de centímetros o milésimas de segundo que marcan la diferencia entre la gloria y el fracaso, el acierto o la bancarrota.
Es curioso, me emocionaba ver a las jugadoras celebrando el campeonato. No lo hubiera hecho si hubieran sido las inglesas las vencedoras. Inesperadamente, en medio de esta atmósfera nihilista y egocéntrica, la proximidad geográfica y cultural de las ganadoras conseguía conmoverme de un modo nada racional. Los mecanismos de la identificación no son siempre comprensibles o explicables, pero lo cierto es que nuevamente, como hace trece años, la camiseta roja, la bandera rojigualda, que habitualmente me importa poco en sí misma, han obrado idéntico milagro. Sin seguir el fútbol, tampoco el femenino, he sentido el triunfo como propio, hasta el punto de que he necesitado contároslo.
Otra cosa es que sea positivo. Ganar, a priori, siempre lo es. Revela la existencia de una ciencia aplicada al entrenamiento, de una capacidad superior a la del resto de sobreponerse a la dificultad y trabajar en equipo. Pero ganar al fútbol supondrá que su monopolio natural se expanda al deporte femenino. Y ya os digo, me gusta el fútbol, me pasé la infancia viéndolo y jugándolo, pero no deja de ser un escenario donde determinados valores escasean. En el partido hubo acciones marrulleras, pérdidas de tiempo deliberadas, faltas de respeto (como la del seleccionador, fintando parar un balón para luego dejarlo pasar). No es el día para reparar en ellas, es cierto, el fútbol femenino español ha hecho historia y se merecen que el foco repose sobre sus cabezas e ilumine un futuro que pinta prometedor.
Viva el fútbol, pues, sobre todo ahora que ganamos y evoca y representa la españolidad al tiempo que reivindica una igualdad efectiva de derechos, obligaciones y oportunidades para las mujeres. El de hoy es un triunfo simbólico que ha tenido mucho que ver con la lucha, aún en marcha, por este reconocimiento en forma de igualdad de condiciones y medios para preparar un campeonato de estas características. España ha viajado, entrenado y descansado como una selección de élite, como un equipo profesional de jugadoras y técnicos. Este es el principal éxito, aunque no hubiera tenido portadas sin el triunfo final en el resultado. En este caso, no siempre sucede, merecimos ganar y ganamos. Y solo ganar pudo rescatar a estas chicas del anonimato.
Es la victoria, estúpidos. Ante idéntico esfuerzo, en similares condiciones, en igualdad de mérito, un resultado distinto en la prórroga frente a Países Bajos habría dejado esta explosión de emociones, mensajes y reivindicaciones en un margen de página. No es merecerlo, es ganar. Esta es nuestra sociedad y en este y en todos los países, en el deporte masculino y femenino, en el fútbol, el baloncesto o el rugby. Es este un mundo de memoria selectiva, de goles, no de “uys”, de victorias, ojalá también que de mujeres futbolistas profesionales, pero siempre, pase lo que pase, de fútbol y emociones que nos gusta explicar en vano en un intento infructuoso de domar las hormonas, matizar la biología, contarnos un cuento con final feliz.