Celia Corral y la incertidumbre

Ya somos aquellos a los que mirábamos con extrañeza, de los que ignorábamos todo y a los que atribuíamos facultades heroicas. Ya sabemos lo que ellos sabían y, sobre todo, lo que no sabían y pensábamos que sabían. Pero seguimos sin comprender aquello que un día comprenderíamos y que delegaron en el tiempo, la experiencia, la vida y la calle. Nos hicimos adultos, tenemos hijos, o podríamos tenerlos, conocemos la trastienda y el drama que vivía en la habitación de nuestros padres y del que los rescatábamos para que vinieran a aliviarnos de nuestras pesadillas infantiles. No todos estamos a tiempo de perdonarlos y de que nos perdonen, de firmar una paz duradera sobre las bases de la empatía y de la propia redención en la medida en que cada vez nos parecemos más a ellos y perdonarlos es perdonarnos, pero, si están a tiempo, no lo duden.

 

Seguimos sin comprender porque quizá no haya nada que comprender. Necesitamos intelectualizarlo todo, encontrar causas y motivos y relacionarlas con los efectos o consecuencias. El qué, el cuándo, el cómo, el porqué y el para qué son las cinco preguntas a las que debe responder cualquier crónica. Pero esta no la escribimos nosotros, cada vez menos. Es el otro quien nos compone y descompone, el que nos explica porque nos obliga a vivir para explicarnos. Cómo envidio a nuestros antepasados y su escasa o nula conciencia del otro, con el que apenas dialogaban, lo que redundaba en una escasa o nula conciencia del yo y una reverencia única a los dioses, la moral, el calendario y los sentidos.

 

Aparentemente más grande e inflado que nunca, nuestro ego se debilita a medida que se agigantan las figuras quijotescas, por ser fruto de la imaginación de algún cínico caballero andante, de clientes, prescriptores, jefes y jueces. Quizá fuera este el concepto de evaluación continua que tanto nos costaba entender en el instituto. Hasta el más iletrado gourmet puede calificar la labor más o menos inspirada de un chef curtido en mil batallas e intervenir en su carrera con un simple comentario hasta el punto de que este ya no cocina lo que sabe, en lo que cree, lo que le gustaría: su labor es más la de un adivino que la de un cocinero. Su libertad creativa ya no viene regulada por los grandes maestros, que le indicaban por dónde ir y lo enseñaban a cuidar el producto y las técnicas, sino por una ingente masa de nuevos críticos que lo juzgarán por el aspecto, el gusto, la acomodación al precio y otra serie de parámetros aceptados por la comunidad científica de glotones que, tal vez por esto, simboliza la marca francesa Michelin.

 

El mes de agosto me inspira con su calor de horno, las ciudades desnudadas de sus habitantes habituales, y dejadas de la mano del dios turista, que enseñan sin pudor el hormigón otros meses cubierto por los vehículos. El mes de agosto me inspira por esta devoción tan pagana por las vírgenes y los santos, este alcoholismo de guindas a brevas en nombre de la ruralidad. En agosto logro leer sin una tarea a la vuelta de correo, sin un mensaje que me requiere, reprocha, exige, informa y, rara vez, muestra su aprecio o me pregunta cómo estoy. Es normal, estamos en la edad de ser, o no, padres, de cuidar y ser ignorados en el proceso, de ser juzgados por no serlo o por no serlo comme il faut.

 

Por todo esto, por estar en la edad de perdonar a los padres, de tener, o no, hijos; por vivir condenado a ser títere y titiritero del prójimo y seguir sin comprender aquello que habíamos de entender más tarde, aprecio más si cabe la libertad y el talento con el que se expresa la escritora Celia Corral Cañas (Reinosa, 1987), en este caso en su última publicación También la incertidumbre entre nosotros (Libros del aire). Con habilidad y maestría, pero con total dedicación a la obra y nada más, al poema que es tantas veces el propio protagonista del poema, Celia teje y desteje la fina cuerda sobre la que hemos crecido los nacidos a finales de los ochenta, en un mundo que no se parece en nada al que tenemos, sin móvil ni internet, sin darnos la menor importancia.

 

En el poemario se siente el ojo adulto que nos vigila y que no dejará de hacerlo en el recorrido de nuestras vidas. Nos vigilan nuestros padres cuando aún nos podemos caer, nos vigilan los maestros, los amigos, las parejas, de reojo, en medio de la noche, deseando que nosotros tampoco podamos dormir. Nos vigilan nuestros hijos cuando de adultos empiezan a ser padres antes de serlo o de poder serlo. Nos vigilan los jefes que exprimen las paciencias e ignoran las caras no visibles de la luna, como reza uno de los aforismos incluidos en el libro, tan afinado y cierto que duele. 

 

Nos observan perdidos, como estamos, en medio de la nada, la intemperie, la incertidumbre, lo único que nos queda: todo lo que tenemos al margen de la palabra, de Celia y de este reconfortante poemario cuya lectura recomiendo hacer en cualquier época del año, sí, pero con esta tranquilidad que roza la desidia que nos regala agosto.

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