Somos un recuerdo

Conocí a Sara hace unos años en una tétrica aula de la facultad. Parecía perdida y, de hecho, lo estaba. Quería saber si allí se impartía el seminario de Geopolítica. Y bueno, claro, le dije que sí, aunque aquello resultara, a la postre, una versión muy particular de lo que esperábamos de la asignatura.

Sara es una chica hermosa, alta y delgada, con una perfilada silueta forjada durante horas de entrenamiento en su equipo de volleyball en Medellín. Su pelo negro contrasta con su tez más bien pálida. A pesar de que no le hice demasiado caso en un primer momento aún hoy mantenemos el contacto y el día 31 de diciembre decidí felicitarle las fiestas y desearle un fértil año nuevo. El inocente mail tuvo una respuesta muy bien desarrollada que supuso la apertura de un prolífico intercambio de misivas. En una de ellas, remitiéndose a uno de los muchos sueños que la despiertan sobresaltada, me propuso escribir algo a partir de una enigmática frase: “somos un recuerdo”.

Somos un recuerdo. Y es verdad. No morimos verdaderamente cuando exhalamos por última vez el aire que mantiene móvil y caliente este maniquí, sino cuando lo hace la última persona que nos recordaba con vida. Hasta que ello acontezca pueden pasar décadas, un par de generaciones, tal vez, y ese recuerdo de nuestra presencia física puede reproducirse en el recuerdo del recuerdo y éste, el recuerdo al cuadrado, a su vez, transmitirse oralmente por vía colateral o descendente. Y así, el último recuerdo original (llamémoslo así) tendrá su propia línea genealógica, hijos que, agradecidos, lo atenderán hasta el final de sus días, nietos que harán partícipes a sus amigos de las cualidades excepcionales de su abuelo y, bueno, bisnietos para los que será una carga y que apenas podrán derramar una lágrima en su entierro porque el interés por las sucesivas fotocopias del original habrá decaído en progresión geométrica debido al alejamiento espacio-temporal con respecto a su referente humano, con su consecuente pérdida de significado. Y entonces habremos muerto de verdad. Aunque nos sobrevivan nuestras ideas o nuestras obras. Que ese ya es otro cantar.

Eso sí, conviene advertir que, poco a poco, a los recuerdos les ocurrirá lo mismo que a nuestros cuerpos. Envejecerán y adquirirán nuevas tonalidades. Se les ablandarán los músculos y se les arrugará la frente. Pronto no se parecerán al último recuerdo vivo y serán poco menos que una invención basada tenuemente en el original, una creación barroca con todos los añadidos que la tradición oral habrá tenido que incorporar para convertirnos en recuerdos gratos e interesantes. Y no, no debemos ofendernos. Los aditivos son a los recuerdos lo que los medicamentos a los cuerpos.

En cualquier caso, conviene revisar todas y cada una de las lápidas que a modo de jalón salpican nuestros cementerios. Conviene revisar las fechas inscritas en el mármol. El derecho y la ciencia nos dan por muertos demasiado pronto. Olvidan, o desconocen, que somos un recuerdo.

Empiezo a leer a Whitman.

Deja un comentario