Autorretrato colectivo

Soy, a juzgar por cómo enarca su ceja izquierda el camarero, un hombre de escaso caudal, un perdedor condenado a escaparse sin pagar, un atleta entrenado en los barrios más peligrosos de la gran urbe. Quizá, el portador de un arma de fuego.

Soy, a juzgar por cómo entorna los ojos y frunce su ceño el señor de la camisa color salmón, un enemigo del matrimonio, un dinamitador de las buenas costumbres, un vagabundo que lleva marcada a fuego su eterna condición adolescente. Quizá, el sueño húmedo de la mujer que lo acompaña.

Soy, a juzgar por cómo sus incisivos devoran su labio inferior, un prohibido objeto de deseo, un avivador de llamas extinguidas, un resucitador de mujeres como ella. Quizá, un empleado a sueldo del hotel donde se aloja.

Soy, a juzgar por cómo despliega su inocente sonrisa, una más de esas formas provistas de dos piernas y dos brazos y un rostro que invita a la carcajada. Un hombre que no hace esfuerzos por recogerle el chupete y al que la reprobadora actitud de una señora mayor desposee, inútilmente, de corazón.

Soy, no se engañen, un enigma para los adultos descosido por un crío. Alguien sentado en el rincón más apartado de este restaurante acompañado, únicamente, por sus miradas.

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