Relato encontrado en Zaragoza

De cada terraza unas vistas, de cada conversación una anécdota (y una idea), de cada mujer una mirada, y una sonrisa si no es mucho pedir; de cada viaje un “por qué” sin respuesta, de cada café un “porque” sin pregunta. De cada ciudad un relato, tal es mi manera de disciplinar la creatividad, o lo que queda de ella.

En el Hotel París Centro gritan las paredes en la madrugada. Sus golpes y palabras altisonantes nos despiertan. “No es nada, amor”, más vale, me digo. El pendejo al que amenazan con cortar la cabeza no debo de ser yo, salvo que me oculte algo de su pasado y esté cometiendo una afrenta que justifique un crimen pasional. Me asomo a la terraza, donde aún reina el silencio que pregona el alba. El Pilar se anuncia entre una atmósfera clara junto a la Seo: Zaragoza es romana, visigoda, musulmana, cristiana y moderna a nuestra vista. El mercado, donde se sirven tapas último modelo ambientadas con música en directo, aspira a ser chic pero no le sienta bien el disfraz.

Zaragoza debería haber vivido atrapada en el tiempo, celebrando en bucle el gol de Nayim un 10 de mayo de 1995, despertándose un día tras otro esperanzada por la posibilidad de ganar la Recopa y acostándose sintiendo una gloria que el avance de las portadas del Heraldo prometía eterna: Arde París titularon, con voz de Ana Belén, y ahora juegan en segunda.

Un 10 de mayo de 1995 o una fecha cualquiera de mayo de 1591, en plena sublevación contra el ejercicio autoritario del poder por parte de Felipe II, quien exigía la decapitación del justicia mayor del reino, Juan de Lanuza, por negarse a la entrega de Antonio Pérez, antiguo secretario del rey, acusado de tráfico de secretos de estado y corrupción, en primera instancia, y de herejía una vez se aceptó la incapacidad de los tribunales de la corona para conocer de estos casos en el Reino de Aragón (la herejía atañía a la Santa Inquisición, tribunal con competencia para ejercer su justicia en esta jurisdicción). Como siempre, desde que se escribe o narra la historia, el héroe incorruptible yace sin cabeza y el cobarde político huido, probablemente culpable del asesinato de Juan Escobedo (tal vez para cubrir su romance con la princesa de Éboli), muerto de viejo, también en París.

O podría haberse quedado petrificada cuando era capital del Mediterráneo, o un día cualquiera de los siglos X y XI, con el sobrenombre de ciudad blanca que le pusieron sus primeros pobladores musulmanes, los que levantaron el Palacio de la Aljafería en plena Almozara. O seguir siendo romana, como “in illo tempore”, como aún se adivina en un trazado que el sol empieza a calentar. En unos años Zaragoza, pienso, será un oasis en el desierto y el Ebro una rambla sedienta de lluvias torrenciales en cuyo cauce veremos aflorar al fin la Ínsula Barataria.

“No es nada, amor”, regreso a la cama, “solo un relato” –espero.

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