La, la, la(nd)

*Fotografía extraída de la reseña publicada en el diario El Confidencial.

Con la oleada de premios y nominaciones que ha recibido La ciudad de las estrellas (Damien Chazelle, 2016) me pasa un poco como con el Nobel de Dylan. La cinta, de hermosa factura, muestra todo un despliegue de facultades técnicas (vestuario, coreografía, ilusionismo,…) sin renunciar a las señas de identidad de los musicales del período dorado de Hollywood a los que, tal vez de forma demasiado explícita, pretende homenajear. Y aunque Emma Stone no es Leslie Caron o Ginger Rogers, ni Ryan Gosling se mueva con la naturalidad de Gene Kelly, lo cierto es que los números artísticos funcionan a la perfección provocando sonrisas y taconeos espontáneos en la platea.

Sin embargo, no me parece que esta llamada a la nostalgia, este experimento “contre le temps”, sustente una historia lo suficientemente densa y bien hilvanada como para arrasar en todos los galardones. No hay nada nuevo en la pugna entre el querer y el poder que libran los dos enamorados. Hay algo sombrío, sí, que recorre el relato, pero no existe una escalada de tensión que nos movilice a sufrir por ellos. Para alguien que ha leído a Gabriel García Márquez, paseado por el “Corazón de las tinieblas” o acompañado a Rick en un aeropuerto neblinoso de Casablanca, esta crónica anticipada no envuelve lo suficiente.

De Casablanca habla, precisamente, Arturo González Campos en una crítica que se ha convertido en viral, oponiendo la oscuridad de su trama con la luminosidad que suele caracterizar a los musicales. En “La vida no es un puto musical”, el viejo compañero de madrugadas de El Monaguillo, alerta de los peligros de caer en los efectos de esa droga que provocan las canciones de estribillo ritmado, en el efecto electrificante de los pasos de claqué y la contemplación estética de lo configurado, tras miles de horas de trabajo, de forma deliberadamente bella. Que la vida era esto, nos indica, conviene descubrirlo más pronto que tarde (antes que Gil de Biedma, en cualquier caso), antes que la inevitable disparidad entre lo rutinario y lo fantasioso termine por destruirnos. Y, sin embargo, coincido con él en el que este musical sí logra ofrecer una dosis medida de evasión y entretenimiento sin caer en un lirismo demasiado azucarado.

Como logra, igualmente, transmitir, a través del protagonista masculino, la obsesión del director de Wiplash por la música jazz y el modo en el que el mercado, y sus normas, la han relegado a un lugar marginal, lejos de la revolución que supuso a principios de siglo. Mejor, creo, de lo que lo consigue, en el caso de la actriz principal, al mostrar esa otra perversión del ideal artístico que sufre la intérprete principiante al pasar por mil procesos de selección, por mil audiciones en las que el contraste de quien lucha por un sueño y de quien solo piensa en el frío dólar, es tan acusado como aterrador.

Hay muchas virtudes en La ciudad de las estrellas. Recomiendo vivamente acudir a las salas de cine y disfrutarla solos o acompañados. Aconsejo verla sin prejuicios de ningún tipo hacia el género, desprovistos de cualquier tipo de reserva mental hacia su llamada a la nostalgia. Pero me extraña que tanta pompa y circunstancia, que tanta estética porque sí, pueda gobernar los gustos de los académicos y erigirla en una cinta de dimensiones históricas, una de esas sobre las que se harán preguntas de Trivial y Saber y Ganar. Honestamente, puestos a homenajear y redescubrir viejas tradiciones, The Artist me pareció mejor película. Otra cosa es que a la Academia, como en su momento al jurado de Eurovisión, un mes antes de que estallara el Mayo del 68, le apetezca cantar el la, la, la, mientras el mundo se derrumba y a nosotros, los jóvenes de este tiempo, nos resulta imposible, entre tanta perversión del ideal y tanta pobreza moral, enamorarnos.

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