Duerme el asesino

Duerme el asesino. Duerme plácido y sereno apoyado sobre el enhiesto tronco de un viejo roble, a través de cuyas hojas una fina lámina de luz se cuela. Nada le inquieta. No, desde luego, el melodioso canto del mirlo. Tampoco mi presencia, la de un padre furioso al que acaban de anunciar la muerte de su hijo.

Duerme como si el tiempo no corriera en su contra. Como si la arena del reloj se hubiera detenido sin obstáculo aparente. No se esconde pues, al fin y al cabo, ¿quién persigue al asesino? La policía aún se encuentra en el lugar del crimen recabando pruebas y tirando fotografías. Los tiempos del Estado de Derecho no coinciden con los tiempos de la vida. Cuando suena el teléfono de la comisaría, el crimen ya está perpetrado y el corazón ha dejado de latir. Cuando el juez sentencia, el viento y el agua ya han borrado, para siempre, la sangre del asfalto.

Jaime tenía once años. Era divertido y audaz. Fue el primero de su grupo de amigos que renunció a que fuésemos a buscarle a la escuela. Me consuela saber que poco podríamos haber hecho, su madre o yo, para desviar la bala que le atravesó de norte a sur el pulmón derecho. A plena luz del día. Sin nocturidad, pero con alevosía.

No pudo ver el rostro de su verdugo del modo en que yo lo estoy haciendo. No pudo fijarse en sus ojos hundidos ni en su nariz fracturada. Tampoco en su poblado entrecejo ni en su pelo negro enmohecido. No tuvo tiempo para desear agarrarle por el cuello hasta oprimir cualquier entrada de aire en su organismo. Tampoco un segundo, sólo un segundo, para compadecerse de aquel que pretende convertir el arte de apretar el gatillo en una tendencia postmoderna.

No se agita. Sólo frunce el ceño después de recibir un escupitajo en la frente. Ni siquiera se revuelve cuando extraigo la pistola del bolsillo derecho de su chaqueta. Duerme con la simpleza con la que se desenvuelve en la vida. Con la misma cotidianidad con que se relaciona, a diario, con la muerte.

Hago memoria y recuerdo cada momento que Jaime y yo pasamos juntos. Narro en alto las historias que le contaba desde el borde de la cama para que se durmiera y declamo los versos de Becquer que le hice aprender una tarde de verano con la intención de que ejercitara su intelecto. De poco sirven ya. Ni siquiera creo que puedan atormentar el subconsciente de quien duerme frente a mí.

Porque sigue durmiendo y no tiene pensado despertar. Quizá, intuyo, haya sido éste su último asesinato. A lo mejor contempla la idea de alojarse en algún lugar paradisíaco de la Tierra para expiar todos sus pecados entrando en armonía con Dios y el resto de espíritus. De qué serviría incrustarle una bala en el cráneo si tiene planeado viajar al lugar más retirado del planeta. Allí sus dedos podrán apretar el gatillo, sí, pero las balas no podrán sembrar el odio. No si caen en un desierto de arena o en un vasto océano sobre los que ni siquiera la muerte puede germinar.

Jugueteo con la pistola. Nunca había visto una. Es más ligera de lo que pensaba y su mecanismo es tan simple como el de un reloj de péndulo. Valoro las posibilidades de asestarle un tiro de gracia en el primer intento, pero no estoy plenamente comprometido con la decisión.

Pienso en las plantas y en los animales no racionales. Las primeras, limitadas por la ausencia de aparato locomotor, no pueden recurrir a la violencia. Compiten de forma sutil por la luz y el agua, pero siempre guiadas por el instinto de supervivencia. Este mismo instinto es el que lleva a los depredadores a alimentarse de otros animales. Sin embargo, el hombre se aniquila a sí mismo atendiendo a móviles de diferente tipo. Mata por motivos políticos o económicos. Mata por amor.

Hasta ahora pensé que todo eran excusas, que no hay nada humano en el acto de matar. Sin embargo, ahora que el sol amenaza esconderse tras la colina y la sombra del asesino yace alargada sobre los tréboles que crecen a la umbría de este roble, pienso que este sueño que dura ya varias horas sólo puede ser el de un hombre libre sin cargo de conciencia, el de un virtuoso del crimen que, ocasionando la muerte, dota de mayor valor a la vida.

Cubro sus piernas con una manta. Poso la pistola junto a su cintura. No lo perdono, pero lo comprendo. Vuelvo la vista hacia atrás un segundo mientras hablo por el móvil con mi esposa. Duerme.

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