El fútbol, mejor con papá

Ya no recuerdo quién ha sido el autor del gol que nos ha metido en semifinales, pero le debo una sonrisa, un puño y unas lágrimas. La sonrisa de papá, el puño que nos hemos chocado y las lágrimas, tontas, que han brotado de mis ojos al saberme testigo y partícipe de un momento irrepetible. Es una obviedad, pero cada vez nos quedan menos.

 

A veces me pregunto si las madres y las hijas cuentan con un ritual parecido a este de acudir al estadio, o ver el fútbol por la tele, que yo he practicado, desde pequeño, con mi padre. Si alguno de sus ritos particulares logra ser tan efectivo como acto de conciliación silencioso a modo de ofrenda, también silenciosa, a la masculina antigua, de cariño mutuo. Llegar a poder sentarse junto a papá cuando había partido suponía guardar unas ciertas normas de silencio, decoro y respeto por el fútbol. Poder hacerlo ahora habla de la madurez de ambos. Yo he reflexionado y me he dado cuenta de que como en casa en ningún sitio y él, a cambio, me ha perdonado el abandono del hogar, que lo cambiara por los bares, los colegas y las chicas.

 

No he seguido el torneo, no he visto más de veinte minutos de Eurocopa y ha sido de reojo, en la terraza de algún restaurante. A las seis de la tarde no sabía qué equipos estaban en liza, en qué lado del cuadro nos encontrábamos, la liga que disputan algunos de nuestros jugadores. Tampoco sus nombres, sus estadísticas, todos aquellos datos que de pequeño memorizaba leyendo y releyendo la guía Marca. Casi mejor. Mi padre, con la misma paciencia, no demasiada, con la que me enseñó las normas básicas –el fuera de juego, la cesión o las sustituciones– ha ido respondiendo una a una a todas mis preguntas. Y alabando las virtudes de Gerard Moreno, y exponiendo los defectos de algún otro. Y pidiendo a Tiago hasta celebrar, “aunque tarde”, su entrada en el campo.

 

Yo, mientras, alababa el buen gusto para el control y el pase fácil de Busquets, mi único anclaje con el fútbol que conocía, el de antes del VAR, los cinco cambios y el “todo es mano”. Y la velocidad de Jordi Alba, que ya estaba en la Eurocopa de 2012, mi recuerdo más reciente, mis últimas nociones de fútbol moderno. Miren si estaba obsoleto que el otro día, sin ir más lejos, me hacía una foto en Barcelona con Joan Gaspart y, al compartirla, con el pie de foto de “mejor presidente del Madrid”, mis amigos culés tuvieron que corregirme diciéndome que Bartomeu lo había superado.

 

Nunca he sabido discernir si mi desinterés se debe al paso del tiempo o, por el contrario, a una transformación de la naturaleza del juego, a la prostitución de las normas no escritas del deporte que tanto amé. Simplificando, el fútbol me parecía un ritual de bárbaros jugado por unos cuantos artistas sometidos a una débil y laxa disciplina táctica, apenas conscientes de su condición de estrellas del rock&roll. Y así lo vivía, como uno más de esos bárbaros, ya fuera de la mano de mi padre, en el sillón de al lado del comedor, o tomando cervezas con los amigos.

 

Ahora no consigo ver esa ingenuidad, tampoco esa fantasía en medio de ese laberinto táctico en que se ha convertido el juego de la pelota, el otrora teatro ideal para el gambeteo impúdico del mejor de los chupones, el banquete de los delantero-centro, la calle abierta para los carrileros que ganaban fondo y centraban al área. Tan simple como esto. Y qué decir de la recepción de la obra, y de los cronistas, y de los glosadores, antaño gente culta y honrada, con colores pero educación que han sido sustituidos por burdos, y malos, actores sometidos a la dictadura de la estulticia y la sociedad del espectáculo, a la demagogia y el populismo, aquella deriva de la democracia sobre la que ya alertaban los griegos y para la que los sabios actuales no han tenido respuesta, seguramente por falta de energía.

 

En fin, que ya no me gusta el fútbol. Que no volvería a ponerme bajo los palos a imitar a Camus, Julio Iglesias o Casillas para cubrir mi torpeza con balón en los pies y ganarme el respeto de mis compañeros de clase. Que no invertiría dos horas de mi vida en seguir un partido. Ni siquiera en celebrarlo con mis amigos. Pero que gane España, al rival que sea, por penaltis o de forma injusta. Que gane las semifinales, un partido que me pillará lejos de casa, para que el domingo 11 de julio, un domingo 11 de julio como el de 2010, pueda sentarme junto a mi padre, aún con la mascarilla puesta, a hacerle todas las preguntas que tengo, a escuchar sus respuestas, a lamentar la derrota o a chocar los puños por la victoria. A celebrar el gol de Iniesta que yo, el idiota de hace 11 años, preferí seguir en un bar.

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