El disputado voto

La noche debió de ser larga, no lo sé. Hace tiempo que las únicas copas que bebo las tomo dormido. Renuncié a la vida nocturna por inútil y extremadamente cara y por no encontrarle sentido a la búsqueda de un estado de semiconciencia que te obliga a paladear los más ácidos y amargos licores, y a pagar por ellos, para poder mover el cuerpo de manera acompasada y chillar creyendo estar afinado.

Desde que sólo bebo en sueños me va mucho mejor. Hay veces que paso la noche en cama ajena. Algunas, incluso, acompañado. Pero esta noche debí descansar del lado del escepticismo pues me levanté dudando de si habría suelo, zapatillas de andar por casa y jabón en el cuarto de baño. Tomé mi tradicional ducha de café e intenté ponerme a estudiar, pero dudé de que sirviera para algo, también de la existencia de la Junta que convoca las oposiciones y hasta, y esto es grave, de la historia que debo poder recitar como un juglar antes del próximo verano. “Coño, a ver si no va a haber examen”. “Joder, ¿y si Alejandro Magno no existió?”. Y así sucesivamente cambiando de taco cada vez hasta que mi vocabulario no dio más de sí.

Salí a la calle para comprobar que todo seguía en su sitio. Tras abandonar el portal me tranquilizó constatar que el bajo del bloque de enfrente se encontraba totalmente calcinado tras un incendio provocado por la negligencia de unos cuantos niñatos borrachos en retirada. Fuentes confidenciales de la policía local anunciaron que el desencadenante fue un cortocircuito en una pequeña plantación de marihuana destinada, seguramente, para el propio y deleitoso consumo de sus labradores. Para cotejar que la aparentemente sólida calle flanqueada por dos líneas de edificios era de verdad seguí caminando y estando ya más cerca de la casa de mi hermano que de la propia, y desatendiendo una vez más el código de honor del buen opositor, le llamé y le propuse que quedásemos para comer.

Sí, mi hermano, aunque demasiado inteligente para su tiempo, también es de verdad, como el gorrilla –chico moreno o rubio, alto o bajo, gordo o delgado pero siempre cubierto por una gorra que, ya sea puesta del derecho o del revés, no se quitaría ni en el funeral de su madre– , que vimos sentado en una nueva hamburguesería donde el gramo de carne cotiza a precio de rubí por venir asfixiado entre dos grasientos trozos de pan. Ante él, claro, una mujer de esas que se visten por los pies, pero que no tardan mucho en desvestirse, orgullosa de ir acompañada por su hombre luciendo, de paso, un bolso de Louis Vuitton. Bueno, orgullosa, en realidad, solo de esto último.

Justo cuando la feliz pareja degustaba un helado con una sola cuchara reparé en el televisor. En él, entre sus bordes, surgió de pronto un hombre unidimensional, incoloro y monocorde. Me sorprendió la facilidad con la que pude leer sus labios y captar, así, su mensaje. Seguramente, todo se debió a que ya lo había escuchado antes.

“Españoles, caminamos por la senda de la recuperación. Pronto comprobaremos cómo los esfuerzos realizados habrán valido la pena. El empleo crecerá durante el próximo trimestre y también lo hará el Producto Interior Bruto. La fortaleza que este país, y sus ciudadanos, han demostrado es digna de admirar y, por esto mismo, sólo puedo darles las gracias. Sigan confiando en España y en las medidas de este gobierno”.

Y se fue. Desapareció de la pantalla entre los brazos levantados de los miembros de la prensa. Había dirigido su mensaje sin preguntas a la nación y ésta la había recibido, en el mejor de los casos, en sus casas, en el coche o en una hamburguesería. En realidad, en esa hamburguesería de nuevo cuño sólo mi hermano y yo prestamos atención a sus palabras. El gorrilla permanecía absorto con la vista perdida en el helado, y en la prolongación de éste que conducía al canalillo de su novia. Ella, por su parte, se retocaba el pelo gracias a un espejo de mano mientras miraba de reojo el culo de uno de los camareros. En mayo hay elecciones.

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