Cuestión de horizonte

Sería absurdo detenerse a observar las diferentes batallas que se libran en la naturaleza –entre el río y el mar, entre el agua y la roca, entre los árboles por un resquicio de luz,…– si el hombre no pudiese contemplar el paisaje entendiendo cómo fue e imaginando cómo será. Lo mismo ocurre con el afán diario, fútil si no conserva el recuerdo del origen y atisba un horizonte alcanzable a menos de una jornada de camino. Y aun así.

Con mi francés de bachillerato, olvidado tras quedar frustrados todos mis intentos de alcanzar una entente con las hijas del tradicional enemigo, me ha dado para comer la crêpe (nótese la concordancia) que quería y no pagar más de la cuenta en un sitio tradicional de Biarritz. No para entender la entrevista de trabajo que una mujer de pelo corto y teñido, vestida de pantalón y traje, le hace a una joven que se mesa la melena anticipando el éxito laboral y un dramático paso por la peluquería. Le dice, esto sí lo capté, que debe mejorar su español. Busco Fontainebleau en el móvil.

Puede parecer autocomplaciente, pero me tengo por civilizado, sensible y feminista. Sin embargo, ante la inmensidad del mar, ante todas las posibilidades que me ofrecían las vistas de La Concha desde el paseo, mi atención quiso focalizarse en la partícula más diminuta que alcanzaba a ver: un pezón de mujer. Avergonzado, tomé un libro y me puse a leer poniendo a prueba los progresos asociados a la cultura, el poder de las ideas.

Que un ave como la gaviota, de vuelo grácil y de una rara aunque incontestable belleza sea identificada con una organización como el PP me llevó a pensar en cómo la apropiación de ciertos símbolos condiciona nuestro esquema de pensamiento –aunque su creador desmintiera la mayor y dijera que se inspiró en un charrán– transformando, incluso, el valor original del propio símbolo. Luego investigué un poco más y abandoné la batalla: resulta que algunas especies de gaviota se han adaptado con éxito a hábitats humanos practicando el cleptoparasitismo.

Conduzco entre hayedos y robledales, salto de valle en valle, sobre calizas y areniscas, bajo águilas y algún quebrantahueso –por qué no– a ratos con una luz diáfana, otros bajo el gris oscuro, casi negro, de una tormenta que no avisa; siguiendo las normas de velocidad, conduciendo por mi carril, explicándome mediante los intermitentes. Escuchando a Sabina, vale, pero puedo poner a Mikel Erentxun, y pensando en la mujer que amo. Como aquel otro y el de más allá, con matrícula francesa. Lo hago, casualmente, por el País Vasco, por esta belleza de mundo que heredamos antes de inventarle un nombre y dividirlo en parcelas.

Y, sin embargo –me contradigo una vez más para desquicie de los fanáticos de la coherencia–, encuentro una diferencia elemental, de una densidad muy superior a la del tridente sexo, raza, religión, entre los hijos del mar y los de la estepa o la montaña. Tanto que miro a las olas y me doy cuenta de que no sé nada, ni siquiera cómo consiguen los marineros alcanzar sus embarcaciones o mantenerlas en pie. O al horizonte, al famoso horizonte costero donde es posible fabular historias de piratas, puertos exóticos, tesoros maravillosos, pero al que no se puede llegar a pie, en burro o caballo, que es lo que convierte en fascinante al finisterre castellano: que se puede tocar con las suelas de los zapatos, su brutal realismo.

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