Un lugar de película (de los Coen)

Ayer tuve la suerte de conocer el extrarradio norte de Madrid, el Madrid rural de pinares y cuarcitas en el que conviven algunas nuevas fortunas con los habitantes de toda la vida, que acogen a los primeros con ese tipo de indiferencia que corta, rasga y hiere, en definitiva, tanto que a los primeros les gustaría ser tratados con abierta hostilidad, en vez de con esta ración de silencios y miradas fijas en una colilla recién apagada por un escupitajo y un pisotón.

La lluvia mojaba nuestras cabezas con la misma monotonía con que se suceden las escapadas del ganado y los tiros desviados de los cazadores furtivos, con la lentitud con la que los guardias civiles acuden al kilómetro 57 y rellenan sus partes en dispositivos electrónicos que no terminan de dominar. Junto al Bar Mavi, cuyos bocadillos recién hechos no tienen nada que envidiar a los de las tabernas de Atocha o Antón Martín, hacen tertulia conductores de grúas y taxis no convencionales, a sueldo de compañías aseguradoras, regentados a medio anillo con sus mujeres, a quienes les une más la pobreza que el amor.

Tres de los cuatro son gordos, enseñan la hucha y no se han afeitado. El cuarto es joven, aún tiene que aprender (y engordar). Los miro y me digo que ellos serán los últimos en ser sustituidos por las máquinas, que los clientes querrán seguir gozando de la rara confianza que les aportan estos tipos de rudos modales, conversaciones de tinte macabro y un afinado radar para las tetas y los culos de las señoras que paran en el Mavi, con destino a la Casa de Campo.

Sus relatos son verdaderas crónicas de sucesos en los que sobran, por aburridos, los antecedentes y las posibles conclusiones. Tanto que no me los imagino en otro día que no sea como el de ayer, con un cielo azul claro y el sol en lo alto. Estoy seguro de que cuando comienzan sus historias una nube gris se eleva en el horizonte aportando el color que necesitan los conductores suicidas, los bebés huérfanos y las putas embarazadas.

Uno se traslada, así, a la Minnesota de los hermanos Coen, o a la Nebraska de Alexander Payne. Y entiende mejor las motivaciones de sus personajes, el rumbo que siguen sus pisadas sobre los campos recién arados, la violencia inherente a cualquier plaza fronteriza, ya lo sea en el sentido físico, socioeconómico, moral o cultural. Y uno se siente feliz, mientras la lluvia sigue calando las mangas de su chaleco, y el Guardia Civil se pelea con la tablet, y el más gordo de todos se rasca los huevos, y la mujer que ha sufrido el accidente se abraza a su marido y le promete más de estos cada día. Llueve en el Café Bar Mavi, como tiene que ser.

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