Tonto el que lo lea

La toma de conciencia del propio llanto nocturno y el posterior silencio. El primer sonrojo ante el hedor de los excrementos que expulsamos por el ano (a partir de ahora mierda y culo), o ante la sábana mojada cuando se supone que uno es ya mayor. El silencio en misa, mientras habla un hombre, siempre un hombre, en nombre de Dios. La contención frente a la agresión externa, de aire infantil y tono lúdico, perpetrada por los compañeros de clase a raíz de unos kilos de más, un grano en la napia, una superior inteligencia o un retraso mental. La atención extrema a los márgenes de la cuartilla, el aprendizaje de reglas convencionales revestidas de cientifismo (¿dos más dos son cuatro?), la búsqueda del visto y bueno por parte del crítico que no se critica, del burócrata de un sistema que dicen educativo.

La lectura obligatoria del bachillerato o la sospecha que levanta esa chanza nada ingenua del “tonto el que lo lea”. La aceptación sumisa del sectarismo, tal vez involuntario, por el que se rige tu grupo de amigos (estoy contigo, Groucho). La etiqueta, ideología o tribu urbana que asumes como precio de la libertad y que te obliga a vivir en coherencia con el dogma que la justifica. La confusión entre el respeto y el decoro, que, como no terminas de resolver, te invita a actuar siempre bajo el dictado del segundo, primo hermano de lo políticamente correcto y de una moral que reprime nuestro yo primitivo, aquel que llevamos impreso desde el nacimiento del primer ser humano, al que rechazamos, creo, por haberse quedado anclado en un estadio inferior de la evolución olvidando que solo somos un eslabón intermedio de la cadena y que, efectivamente, hay vida después de la muerte.

La deuda, siempre pendiente, con la tierra que nos acoge, con el padre, se manifieste en rechazo o culpa, y con la madre que al parirnos firma por nosotros nuestra primera hipoteca. El plan de estudios, rígido y unidireccional, que nos obliga a saber muy poco de muy poco –en vez de nada de nada. La estructura tripartita del relato y la relevancia del esquema argumental que en este momento le explica una profesora de escritura creativa a una inocente alumna que incluso le paga el café.

La pertenencia a una comunidad o, peor, el sentirse único. La creencia de que la inauguración de un piso o una despedida de soltero son hechos trascendentales en la biografía de cada uno. La idea de que dicha biografía puede contener algún secreto relevante. La búsqueda desesperada, y perversa, por definición, de una pareja que nos complete. La fe en que la suma de esfuerzos no conduce al vacío. La espera del “like” en la publicación de Facebook –motivación principal de este texto– o un gesto de aprobación en el rostro del comensal invitado.

La aceptación de sentencias pronunciadas en lenguaje cifrado sobre las que tan solo cabe un recurso expresado en idéntico lenguaje –a esto lo llaman garantía. La sincronización del reloj de la vida a la clepsidra en la que el agua cae mansamente y que dicta el paso del tiempo de las instituciones que hemos consentido que nos gobiernen. La indiferencia ante la barbarie motivada por un carácter apocado o un enraizado nihilismo –no pretenderán, después de todo, que seamos héroes.

El olvido programado de las reglas convencionales que aprendimos en la escuela. La contención frente a la burla por parte de los compañeros de residencia que aún se encuentran sanos o lúcidos. El silencio exánime ante el cura que impone la extremaunción. El sonrojo ante la mierda que echamos por el culo y rebasa los límites del pañal. La toma de conciencia de lo impropio de morir llorando solos.

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