Mina la diosa

*Primer premio. Concurso Voz Anaya. Abril 2016. 

Me ruborizo al verla sentada en el sofá. No termino de acostumbrarme a ver sus piernas desnudas, esos dos pilares sobre los que apenas logra sostenerse su torpe figura. Me cuesta imaginar a la señora Papin de niña después de haberla observado caminar sobre un bastón de madera de nogal. Apoyada en ese horrible báculo, la descubrí anoche cuando me abrió la puerta de su apartamento en el número 8 de la Rue de Rivoli.

Acompañé mi visita con una rosa roja, la misma que se escabulló entre mis dedos tras comprobar que todo lo que me habían dicho era cierto: no quedaba en su cuerpo, ni en sus pechos, tampoco en sus facciones, resto alguno de la antigua estrella de las pasarelas, de la única e irrepetible diva del posado en ropa interior; de Mina, la Diosa, su nombre artístico; el que utilizaba en galas, desfiles y recepciones, con el que se la conocía antes de volver a ser Beatrice Papin, la vulgar identidad que hoy rotula su buzón.

A pesar del aturdimiento inicial, me repuse pronto para hacerle entrega de la flor. Me dio las gracias con la frialdad de quien se sabe inútilmente cortejada sonriendo, irónicamente, al comprobar que mi mirada se dirigía presta hacia el ventanal que da al jardín de las Tullerías. Fue una reacción natural. No pude evitarlo tras percatarme de que la protagonista de mis sueños eróticos de adolescencia era sólo un espectro desenfocado.

Rechacé cortésmente una copa de vino blanco, pero me adelanté a su proposición de abrir una botella de champán. Tras llenar las copas, bajó las luces, sacó su gato siamés a la terraza y pinchó Cole Porter en un tocadiscos de época. Por un momento pensé que yo era el premio, que esa tenue luz, ese jazz melódico y aquellos aperitivos no eran más que el atrezzo de un plan orquestado para engatusarme y llevarme a la cama sin simular, siquiera, un leve interés por conocerme. Pero entonces desperté. Abrí los ojos y el onirismo dejó paso a la fría realidad. Mi ángulo de visión se cruzó con el dorso de su mano derecha percibiendo en ella un movimiento constante. Fue entonces cuando la giró para invitarme a bailar, más bien para que la cogiera en brazos y la hiciera volar por la atmósfera de la habitación trasladándola a esa infancia en la que practicaba ballet junto a sus hermanas. En ese giro de muñeca, habitualmente sutil e inapreciable, pude percibir una mano incapaz de gobernarse a sí misma, temblorosa no por mi presencia y sí por los agudos efectos de una penosa enfermedad llamada Parkinson.

“Te has dado cuenta”, me dijo y asentí lentamente con la cabeza mientras con un gesto me invitaba a entrar en su cuarto. Accedí sin detenerme a pensar en la cantidad de dinero que hubiera pagado de habérmelo ofrecido tres o cuatro años antes y no tardé en reconocer, en la pared del fondo, la fotografía que adornaba mi carpeta en el segundo año de liceo. “Era guapa, ¿verdad?” “Mucho”, respondí sin añadir nada más ante el temor de excederme con algún comentario grosero. Recorrí lentamente los cuatro extremos de la habitación deleitándome con cada detalle de los murales que los recubrían. En ellos aparecía Mina adoptando posturas inverosímiles, con piezas que apenas ocultaban las partes más secretas de su anatomía. Quise preguntarle por la cantidad de tiempo que invertía en cada sesión, pero no pude hacerlo. Me quedé sin aire cuando, al girar la vista, la encontré desnuda.

Es difícil describir lo que vi, como es difícil, también, pensar en algo o alguien más vulnerable que ese cuerpo entumecido lleno de huesos condenados al cautiverio. No pude evitar fijarme en su pubis, cubierto de un fino vello también moribundo y no tenía intención pero me topé con sus caídos senos, que rápidamente me recordaron a Fabien, el gordito de la clase de sexto de primaria.

Hice un amago de correr, pero mi representante ya había cobrado los seis mil euros del servicio y a mí, como brazo ejecutor, me correspondía una tercera parte de la cantidad. Toda vez recobrado el valor, comencé a desabrocharme los botones de la camisa. Ella se inclinó a ayudarme, pero pronto comprendió que tardaría menos apartándose. Dejé al descubierto mi torso y cuando dirigía mis dedos hacia la cremallera de los pantalones, me detuvo. “Para, prefiero que me abraces”.

Pese a lo que había imaginado, no fue la continua vibración de sus manos lo que más me impresionó. No en comparación con su respiración agitada, con su lucha por mantenerse con vida aferrada a la espalda de un desconocido. De improviso, cuando mi mirada se centraba en el reflejo que se dibujaba en el cristal, giró mi cabeza con su mano izquierda y me besó. Tras un tiempo prudencial, muy superior al que solía conceder a sus parejas cuando era Mina la Diosa, comenzó a buscar sobre mi pantalón una señal de excitación. Pero no la halló. Como no la hallaría en toda la noche, a pesar de mis repetidas e impúdicas miradas hacia los carteles de la pared.

Entre ambos lados de la cama se desplegó, invisible, un velo de vergüenza. Ninguno de los dos pensaba dormir y sólo el tic-tac de un viejo reloj de mesa interrumpía de manera acompasada el silencio, haciéndolo aún más inquietante. Ella, mientras, lloraba. No de una forma desesperada que invitara al consuelo. Peor aún. De una manera sutil, desconcertante y, sin duda, más estremecedora.

Afortunadamente, el día amaneció temprano y los jardines se poblaron de niños paseando sus mascotas y haciendo volar sus cometas. Detrás de ellos, a distancia prudencial, caminaban los padres comprobando que todo estaba en orden. Era domingo y las campanas de Notre Dame repicaban en señal de festejo. Cuando Beatrice intentó ponerse en pie, le ofrecí una bata y la ayudé a incorporarse. Preparé el desayuno y nos sentamos en torno a la mesa camilla del salón. Ella, en un sofá de cuero. Yo, en una silla de madera, bolígrafo y libreta en mano, narrando el breve encuentro entre Beatrice, la señora que nunca aceptó la muerte de Mina, y Robert, el amante a sueldo incapaz de descubrir los secretos de una verdadera mujer.

Se escucharon dos disparos. Desaparecieron las cometas, las mascotas y los niños y los adultos, curiosos, se agolparon en torno al número 8 de la Rue de Rivoli buscando respuesta a los quince segundos que transcurrieron entre uno y otro. Las campanas de la catedral, ajenas a lo acontecido, siguieron llamando a misa.

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