Los sonidos de Madrid

Hace una semana, bajo un cielo gris rojizo (no pregunten), abandonaba por última vez este año la ciudad de Madrid (ay, la redundancia). Se agotó la excusa de un curso de escritura y edición, tan torpe como dadora de sentido. Esta vez lo hice desde el sur, dejando, en el trayecto de regreso, a un lado todo eso que echaré de menos, atrás los últimos resquicios de luz crepuscular y, de fondo, esos sonidos que Madrid deja grabados en frecuencias tan altas que solo el alma los puede descubrir.

Los de una estampida de hojas secas una tarde de otoño en Recoletos. Los de las tazas que se apilan en un lavavajillas de una tasca de Atocha en pleno invierno. El de una remada larga en el estanque de El Retiro, ya en primavera. El de las burbujas que se forman en el asfalto un mediodía de verano con la Gran Vía como testigo.

En el español de mil palabras de un hombre que pide en el metro por su hijo enfermo o en el castizo y erudito de un novena generación en Carretas anunciando que vienen nubes para mañana. En el inglés “pendiente de academia” de una camarera del “Bocadillos y Compañía” o en el más sofisticado de la grabación de bienvenida al Alvia –“ladies and gentlemen”–. En el francés engolado, casi obligatorio, en la terraza de El Círculo de Bellas Artes o en el japonés de un turista enamorado del Reina Sofía (puede que también de la reina).

Sonido de cremalleras desabrochándose, a veces por manos ajenas. De puertas y cajones que se cierran de golpe emitiendo ecos de desesperación. Clicks desde temprano y hasta tarde en oficinas y residencias privadas, lugares de trabajo todos ellos, incluso cuando este es solitario, conduce a la tristeza y no da beneficios (y se llama escribir). Bufidos de descontento seguidos de suspiros de resignación en los pasillos del Metro, interjecciones de admiración contenida en salas donde se ruega silencio.

Discursos de patologías conscientes desde la comodidad de un diván. Relatos de mentes necesariamente disociadas (no pueden ser tan cretinos) desde lo alto de una tribuna de oradores. Cuentos de otra época en boca de todos esos ancianos cuya autopsia no acertará a adivinar que murieron antes por ignorados que por viejos. Propósitos disparatados emitidos sin el pertinente tono irónico en boca de adolescentes a la salida del Primark.

Sirenas de ambulancias amarillas, murmullo de olas que no se pueden concebir. Llanto de plañideras en el funeral del silencio que se celebra cada noche en las calles de Madrid. Esas que paseé tratando de captar la luz más tenue y la anécdota más ridícula, pero a las que no siempre supe escuchar, pendiente como estaba de no morir atropellado, de llegar a tiempo a la estación, de amar, y no saber cómo, a la chica de ayer en el Penta Bar.

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