Los ecos del naufragio

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El Tormes bajaba revuelto el día de otoño de 2017 en el que defendí mi tesis sobre el futuro de la universidad. Algunos cadáveres se asomaban allí donde el canal se volvía menos profundo y las aguas tendían a remansarse. Otros eran conducidos violentamente por la corriente contra las pilastras que sujetaban el puente desde donde observaba la escena. Algunos, los más afortunados, eran arrastrados hacia la orilla y depositados en ella, donde más tarde serían recogidos por sus familiares para un entierro más o menos digno.

“La moda de los suicidios colectivos hiere de muerte la imagen de la provincia”, titulaba la prensa local aquel lunes de noviembre. “La culpa es de la manipulación a la que se ven sometidos los jóvenes”, afirmaba el subdelegado del gobierno, más tarde líder de una de esas sectas a las que entonces criticaba. Lo cierto es que en aquellos tiempos de escasez, de sequía moral e intelectual y de grandilocuentes propuestas masivas que camuflaban la iniciativa individual y prohibían veladamente el acto de pensar, se volvió popular acudir al río, en la localidad de Alba de Tormes, para, tras ingerir una fuerte carga de narcóticos y estupefacientes, dejarse hundir, y congelarse, bajo las pestilentes aguas del cauce, aguardando la muerte en una suerte de ritual colectivo ante el que los policías, solidarizados con este hecho, decidían no intervenir.

Yo estuve en uno de esos actos y si no acabé muerto fue porque también acudió Ariana, mi novia, la persona, por cierto, que me acaricia la espalda mientras escribo estas líneas con las que me despido, ahora sí, después de haber vivido y escrito mucho. Pero decía, no quiero perder el hilo, que Ariana me salvó de morir en uno de esos actos protocolizados de los que participamos los indignados que años antes habíamos estado reunidos en las plazas, manifestándonos contra la miseria institucionalizada y la corrupción, soñando con que nuevos nombres serían suficiente estímulo para alterar el orden de cosas, un orden que creíamos que venía marcado por la labor de los gobiernos. Pero decía, esta vez sí decidido a no perderme en digresiones, que Ariana me salvó. Sí, haciendo que los narcóticos fueran simples grajeas contra el constipado, previsora ella del frío que habría de pasar metido en las aguas del río, aguas de las que escapé gracias a que mi instinto de supervivencia permaneció activado. No como el de mis compañeros.

Recuerdo con emoción el abrazo que nos dimos al salir del agua. Quizá el más personal que nos hayamos dado nunca, tal vez solo en competencia con aquel otro en el que nos fundimos tras hacer el amor, follar lo llamábamos entonces, por primera vez. Ari –ella siempre será mi Ari, aunque ahora su pelo luzca cubierto de canas–, consiguió que le diera una oportunidad más a la vida, que le perdonara su sabor amargo, sus continuos castigos o sus innumerables desprecios como lo hacía de manera cotidiana con ella. Aunque claro, la vida no tiene sus preciosos ojos azules. Solo continuas cargas y alguna que otra recompensa, como me recordaba la diaria y madrugadora visión de su cuerpo desnudo.

Ahora que me encuentro haciendo memoria sentado en la vieja mecedora de madera de nogal desde la que mi padre me ignoraba mientras yo jugaba en el suelo y le preguntaba mil cuestiones, quisiera rendirle un homenaje a la infancia. A la infancia que pasé en esta casa, correteando por sus pasillos, asomándome por la ventana tratando de descubrir patrones de comportamiento en los transeúntes, curioso de todo cuanto sucedía a mi alrededor. Un homenaje al kiosco donde apurábamos la propina siempre dudando entre las gominolas y los tebeos, pues los veinte duros no alcanzaban para todo. Otro al parque, omnipresente escenario de peleas, juegos, escarceos amorosos y llantos silenciados por la necesidad de mantener intacto el honor. Otro a las madres, a la de todos mis amigos y también a la mía. Por saber interpretar que aquel “ya voy” implicaba veinte minutos de prórroga. Y por tener paciencia.

Qué bien seca las lágrimas Ariana. No deja que corran por el rostro y se petrifiquen, pero tampoco irrita la piel con sus dedos, pues los pasa con la sutileza con que acaricia el cabello la leve brisa marina de final de verano. Deja, me dice mientras pasa a sujetar el único retrato que he conservado de mi madre, fallecida en un accidente de tráfico cuando iba a recogerme al colegio. Aquel día, el de su muerte, compartí el asiento trasero de un Renault 19 con Mariano, mi mejor amigo en la secundaria, quien se empeñó, a lo largo de todo el trayecto de vuelta a casa, en recordarme el gancho que había anotado el sábado anterior. Cómo lloraba su madre al recogerlo en la orilla del río años después. Solo se me ocurrió decirle que él me había dado el pase para aquella canasta para que estuviera orgullosa.

Precisamente el día de su entierro, Mariano y yo éramos ya dos desconocidos. Pese a que ambos continuamos estudiando en Salamanca, la universidad terminó de separarnos. No solo porque nuestras inclinaciones fueran distintas; también porque a ambos nos resultó complicado conciliar la vieja realidad con la nueva; la del grupo de amigos de la facultad. La complicidad degeneró en saludos fríos e incómodos cuando teníamos la mala fortuna de cruzarnos en medio de la calle. Ahora, desde la perspectiva que me concede el tiempo, lamento que aquello terminara así. No con su suicidio, ni siquiera con la inclusión en uno de esos grupos de los que yo también formé parte, pero sí con esa indiferencia que nos profesábamos, como si no hubiéramos compartido locuras de adolescentes, anhelos que ya en aquel tiempo reconocíamos como imposibles.

Cuántos años, además de amigos, me robó la universidad. Cuántas lecturas académicas infumables tuve que tragarme para aliviar los deseos de mi padre y mantener controlados mis miedos. Cuántas lecciones insertas en el programa para cubrir un expediente que apestaba a burocrático. Cuánta desidia, cuánta alma desconcertada escondiendo sus miserias tras un atril o un púlpito. Cuánto conocimiento espurio con aires de científico e irrefutable. Y, mientras tanto, en los anaqueles de mi habitación, en riguroso y afectado silencio, Cervantes, Shakespeare, Descartes, Pascal, Thomas Mann y tantos otros compañeros de cuarto, abochornados por verme leyendo, a cambio, aquellos artículos (papers, empezaron a llamarse entonces) paridos sin reposo por un doctor apremiado por la necesidad de publicar en revistas de impacto.

Pensar que algunos amigos, la mayoría también muertos por congelación o ahogamiento en el río, hablaban de aquellos años universitarios como de los mejores de su vida me sigue irritando. Y eso que me he vuelto un anciano de carácter apacible, un viejecito amable al que los jóvenes no dudan en ayudar a cruzar la calle. Pero aquello era una sandez. Digamos que fueron tiempos de despreocupación, de horarios tasados, de gregarismo autoimpuesto. De salir casi a diario a probar brebajes de todo tipo, a fumar porros o a desfogarse con algún que otro cuerpo de apariencia más o menos humana, que hubo de todo. Pero no por ignorado, aquel barbarismo dejó de hacernos daño. Mientras disfrutábamos haciendo estupideces con los sentidos suspendidos, la lengua pastosa y una tonta sonrisa plantada en la cara; un alemán descansaba para madrugar, estudiar, aprender idiomas y ser mucho más competente que cualquiera de nosotros. Luego nos tocó hacerles de niñeras, dependientes o reponedores. Luego nos tocó ser eternos refugiados al abrigo de un sistema que no era el nuestro y que no nos permitió seguir huyendo.

Hablando de refugios, me ha venido a la cabeza el cine. Sus salas en pendiente, las colas a la entrada, la oscuridad. En el cine descubrí la habilidad de mis dedos para desabrochar blusas pero también aprendí a emocionarme con el relato en dos dimensiones de esas historias que nos hablaban de nosotros mismos con un lenguaje muy particular que solo alcanzábamos a comprender cuando, obnubilados, observábamos la gran pantalla con los ojos bien abiertos y el corazón compungido, sintiendo como propias las sensaciones de ese héroe más o menos cotidiano. O de ese fracasado que parecía andar, peinarse y hasta hablar como nosotros. O al menos como yo. ¿Qué fue del cine? Ahora es Ari la que llora mientras le muestro un fotograma de un hombre solitario sentado en un café de Casablanca que él mismo regentaba. Han pasado cien años desde su estreno. Ya no queda ninguna sala abierta. Ya nadie ve una producción que supere los quince minutos. No hay tiempo. Por cierto, ¿qué sería de Rick? En días como hoy solo soy capaz de representar una imagen suya vestido con un pijama de rayas. Pero él tenía motivos para no tomar ese avión.

Como los tengo yo para despedirme, aunque la ciencia, a través de sus portavoces los médicos, me augure cinco o seis años más de lucidez mental antes de que el Alzheimer haya consumido tanta masa encefálica que no pueda desarrollar las funciones vitales más básicas. Pero no quiero ese tiempo. Ya tuve bastante.

Uno sabe que ha vivido lo suficiente cuando dejan de importarle las menudencias que antes le preocupaban, cuando el espejo se convierte en ese compañero al que apenas presta atención y el tiempo una magnitud más de todas las que se empeñan en cuantificar la vida. En mi juventud tuve prisa por dejar de ser virgen, por llegar puntual a las citas, por encontrar un trabajo y tener solvencia económica. Tuve prisa por ganar. Y es que concebí nuestro paso por el mundo como una competición con reglas muy marcadas. Dejé, claro, como hicimos todos en aquella época, que las pusieran otros. Ganar era acumular dinero, casarse, tener hijos, obedecer, sufrir lo menos posible en el trabajo, disfrutar de treinta días de vacaciones divididos en tres o cuatro tramos, ser ciudadano de un estado moderno pagando continuamente los peajes que ello implicaba. Aceptamos llamar a todo esto libertad, supongo que para no castigarnos más de lo que ya lo hacíamos. Tuvimos prisa, en cualquier caso, por llegar a la cumbre en nuestras profesiones. Quisimos que nuestra ópera prima fuera nuestra gran obra maestra. Y todos nos equivocamos. Y muchos, superados por el inevitable fracaso de un juego en el que lo raro es ganar, acabaron en el río.

Pero insisto, el río no era peor que unos grandes almacenes o que una nave de programación informática. El río representó para muchos de mis coetáneos una liberación. Se acabó, ya está. Y que no lloren los padres, por favor. Igual que nadie debe culparles de su decisión unilateral de traer hijos al mundo, tampoco deben estos llorar la decisión, igualmente unilateral, de sus hijos de abandonarlo. ¡En cuántos funerales quise imponer esta idea sin éxito! Me decían que no es natural que los padres entierren a sus hijos. Les replicaba que lo que no es natural es vivir sin querer hacerlo.

–Vámonos, me susurra Ariana. Quiere que visitemos el edificio que alberga la biblioteca donde nos conocimos. Hace poco conseguimos del consistorio un permiso especial para entrar en ella. Está en proceso de convertirse en un depositorio de chatarra tecnológica, pero aún conserva su fisonomía, su mobiliario y sus libros, pendientes de que se realice una subasta con la que se contribuirá a financiar un nuevo viaje a Marte. En los años en que ambos la visitábamos aún era un edificio bello. Cerró hace años, cuando ya nadie la visitaba. Ahora, es cierto, hay puntos de acceso ilimitado a la información en cada casa. No hacen falta edificios públicos que concentren el acceso al conocimiento. O tal vez sí. Porque en la biblioteca también se organizaban jornadas culturales, recitales poéticos o festivales de teatro. Y porque en ella surgía de forma más acompañada, y por ello tal vez más fértil, el germen de la curiosidad.

Pero en fin, es hora de irse. Ariana ya está lista, con un vestido azul ceñido a la cintura que remarca sus caderas. Quizá tenga razón el médico y no deba tener tanta prisa.

2

Qué raro se me hace regresar a casa y no encontrarle sentado en su sofá, leyendo un viejo libro de historia o de filosofía. Qué poco valor, me doy cuenta ahora, tiene una vivienda cuando no se habita y cuánta gente no pudo hacerlo en el pasado por lo desorbitado de sus precios. Esta, al menos, conserva sus propios recuerdos: cenas con invitados, tertulias nocturnas, tremendas broncas con sus reconciliaciones. Permanece también su olor, incrustado en las paredes. También su calor; puedo notarlo en el respaldo del sofá al que ahora me abrazo. Ninguna fotografía. Nunca nos gustó conservar momentos congelados, momentos que ya murieron.

Sí, soy Ariana, una mujer de 55 años recién cumplidos, de pelo cano, ojos azules y piel blanquecina. Una orgullosa viuda con toda una vida, aunque corta, por delante. Con muchas amigas, enamoradas, como yo, de cada instante, del sol cuando hace sol y de la lluvia, claro, cuando llueve (porque tiene que llover). Que yo me enamorara de Alonso en el piso cuarto de la biblioteca, tuvo que ver con esto, con mi optimismo vital, con mi manera de percibirlo todo, siempre buscando el lado más brillante de las cosas. Porque Alonso no estaba de buen humor aquel día; terminaba de fotocopiar un inmenso manual de Historia Antigua y se disponía a comenzar su lectura con el ceño fruncido, con los brazos cruzados y dejando caer su trasero hasta el borde de la silla.

Aparté la vista de mis apuntes de pedagogía y no pude por menos que sonreír al observar aquella escena. El bolígrafo que sujetaba con dos dedos se le caía cada poco tiempo, y las páginas del tomo que manejaba eran incapaces de sujetarse por sí solas en el punto de lectura, lo que provocó que su ira fuera aumentando por momentos. “Menudo cascarrabias”, pensé, y forcé un ataque de tos para cabrearlo aún más y comprobar su reacción. En aquel momento me enamoré. Las facciones de su rostro se aliviaron, perdieron la tensión y su ira se transformó en un gesto nervioso. Buscó un par de caramelos de menta para prestarme. Metió mucho ruido, es verdad, pero ignoró todas las advertencias que le hicieron los compañeros de sala. Se levantó, llegó a mí, y me los ofreció. “No, gracias, tengo yo. Pero te acepto un café”.

Y así hasta hoy, que regresamos a la biblioteca y recreamos la escena. He de confesar que se nos escaparon algunas carcajadas. Es normal. Con el tiempo, el carácter de Alonso, toda vez que le fue concedida, contra su deseo inicial de morir, una prórroga vital, fue endulzándose poco a poco. Él lo llamaba escepticismo o toma de distancia, pero yo creo que fui convirtiéndolo, minuto a minuto, en una suerte de alma gemela. En la pareja, los hábitos se recrean y adquieren fuerza de costumbre por la mera repetición. Y lo mismo sucede con el carácter. Inevitablemente diferentes, ambas personalidades acaban convergiendo en un mismo punto, o cerca, para que la convivencia sea posible. Y él se acercó más a mí que yo a él.

No me importa confesar a través de estas letras que hubo otros que, durante sus prolongados viajes académicos, visitaron nuestra alcoba. Él lo intuía y nunca quiso saberlo por mí. Porque yo lo quería a él, y solo a él, pero al mismo tiempo deseaba estar con otros hombres, probar otras pieles, disfrutar de otras voces masculinas gritándome con desdén o haciéndome confesiones de amor a las que yo nunca correspondí. Porque siempre le fui fiel. Cómo no serlo si soportó paciente cada pesado despertar, cada iracunda reacción contra las injusticias que arreciaban a mi alrededor. Y ahora también lo seré, pues aunque seguiré aceptando incursiones de guerrilleros, encuentros más o menos fortuitos y emboscadas de todo tipo, estoy segura de que no querré a nadie más. Porque no quiero que nadie más me prepare el desayuno. Porque no creo que nadie más me pueda escribir aquellos poemas que me regalaba el día menos pensado a cambio de que le permitiera olvidarse, porque se olvidaba, de todas esas fechas icónicas que a mí tampoco me importaban.

Siempre fue así de despistado. Se pasaba horas buscando el jersey que tenía puesto, rebuscando en su cuaderno de notas la última anotación sobre el libro que había estado leyendo o hurgando en su bolsillo en busca de unas llaves que no había sacado de casa. Viéndolo, comprobé aquello de que el desorden está claramente conectado con la genialidad. Porque él ha sido siempre tan despistado como genial. Genial a la hora de recordar cualquier detalle menor de nuestros viajes; genial, también, a la hora de colocar la palabra perfecta en medio de una oración para convertir un simple enunciado de contenido más bien vulgar en una frase memorable.

Esta tarde regresamos al río. Hacía frío y la niebla se había apoderado ya de la escasa luz que le quedaba al día. Nadie se atrevía a pasear por la ribera en pleno mes de diciembre, aunque estos diciembres ya no tengan nada que ver con los de nuestra infancia. Muchos árboles caducifolios, desorientados ante el cambio de las temperaturas, aún conservan la práctica totalidad de sus hojas y algunas aves han decidido no migrar, pues con un cobijo les basta. En la soledad de ese momento nos tomamos de la mano, nos miramos a los ojos, nos besamos con ternura y nos tocamos mutuamente el rostro, como tratando de serigrafiar en nuestros dedos su contorno. Y dejamos que el silencio hablara por los dos.

Brotaron de sus ojos un par de lágrimas, no más. Tomaba esta decisión libremente, apoyado por mí, seguro de que no existiría, en el futuro, una mejor ocasión para despedirse. Se fue tranquilo, sereno tras haber perdonado al piloto que conducía el coche que en un cruce arrollara al de su madre cuando esta acudía a buscarle al colegio. Sereno tras haber disculpado también la actitud egoísta de su padre, incapaz de atenderse a sí mismo. Y la de tantos otros mediocres que se cruzaron –porque la probabilidad ampara que unos cuantos idiotas irrumpan en nuestras vidas– en su camino.

Se fue como llegó. Desnudo de toda emoción, desposeído de cualquier vicio o virtud, entregado al triste destino que desemboca, para todos nosotros, en la muerte y seguro, únicamente, de haber amado. Con ánimo templado tomó la barca y la desamarró del muelle. Y así, poco a poco, palada a palada, se fue alejando de mi vista, perdiéndose entre la bruma.

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