Gimnasia para las pupilas

Cuando llegas a Madrid desde el norte, la visión de tres torres que, por la perspectiva, ocultan una cuarta, te deja una rara impresión. No hay una quinta, ni una sexta con la que se puedan comparar. No miente el cielo de Madrid: su skyline es el de un país macrocefálico y una sociedad desigual.

Toda vez desembarcas, y las ves desde abajo, compruebas quiénes son las torres; las reinas y los reyes de este ajedrez humano en el que actuamos como peones: avanzando de cuadro en cuadro, sin grandes ambiciones y amenazados por todos los flancos. Sus nombres son los de compañías aseguradoras, agencias de servicios profesionales, bancos o petroleras. No se engañen, no es hormigón lo que las soporta: son los sueños y temores de la clase media.

Avanzar por la Castellana es hacerlo por la recta principal de un circuito de carreras invertido. El público, en el centro, asiste a la competición que se libra en los graderíos. Los mejores trajes, los carteles más visibles y los coches más lujosos aceleran para ser vistos. Quizá, antes que rebautizar todas esas calles y plazas cuyos nombres nos retrotraen a un negro pasado, habría que sustituir los sustantivos derivados del urbanismo decimonónico. Hace mucho que la Castellana dejó de ser un apacible paseo.

Obra maestra de ese urbanismo del XIX, heredado del París de Napoleón III, es la Gran Vía. Proyecto siempre en marcha, no hay callejón que se precie, en el centro de Madrid, que no se quejara, en su día, de su construcción. La más bella de las avenidas canalizó el tráfico de clase, glamour y belleza dejándole a las estrechas perpendiculares y a las modestas paralelas el hálito apestoso de los vagos y maleantes. En ella, de este a oeste, salas de fiesta, teatros y cines anestesian los dolores físicos y morales de los capitalinos e iluminan el camino de los turistas, que no saben cómo llegar a Sol, a la Plaza Mayor o a Tirso, por si se deja caer Sabina.

Pero todo esto, en fin, ya lo sabía. No me hacía falta inventarme una excusa para ir a Madrid cada dos semanas si lo que buscaba descubrir en sus calles eran elementos arquitectónicos, tendencias de moda o desigualdades socioeconómicas. Pero, por suerte, me detuve. Dejé de caminar al ritmo vertiginoso con que avanzan las horas en la Gran Vía y me aposté en la pared de uno de sus flancos, frente a un almacén de ropa barata cuyos clientes salían, a través de unas escaleras mecánicas, como disparados por la fuerza de un muelle invisible.

Mientras esperaba a un amigo y, haciendo el esfuerzo de desnudarme de mi habitual timidez, comencé a buscar algo de información en los ojos de los viandantes. Cómodamente instalados en el anonimato que brinda ser uno entre cinco millones, los madrileños deambulan con la mirada perdida. Proyectada exteriormente sobre un punto cualquiera del horizonte, en realidad esta avanza hacia su interior. Su cerebro no importa las formas y colores de la realidad percibida, sino toda una serie de preocupaciones: el trabajo, los niños, el novio, la novia, la vida.

Obligan, así, a sus pupulas, a hacer ejercicio cada vez que alguien trata de alterar su intimidad. Se agachan para hacer sentadillas las más tímidas, las que para evitar ojos ajenos creen encontrar en el suelo un papel que, quién sabe, podría haber sido importante. Saltan en cambio, las de aquellos que aún se dejan impresionar por el cartel de Schweppes o la altura de los edificios colindantes. Se desplazan lateralmente las pupilas que se sienten directamente observadas en un gesto de distracción interesada. Primero a un lado, para evitar el contacto directo. Después a otro y rápidamente a otro. “¿Por qué sigue mirándome?”

Hacen cardio, en cambio, las pupilas nerviosas, las que no encuentran acomodo en un punto concreto del paisaje. Tratan de recordar algo, pero no saben qué es. Hacen abdominales, por su parte, las pupilas que no han descansado durante la noche. Luchan contra las pestañas que quieren ocultarlas de mi vista. Arriba y abajo. Finalmente, trabajan en isométrico, es decir, permanecen impasibles, las pupilas que ya conocen el experimento. “Siempre hay un tipo de provincias apostado en una pared que juega a mirarnos, el truco está en quedarse quietas”.

Así toca a su fin el juego y llega a su epílogo este relato sobre Madrid: la ciudad de las cuatro torres, del circuito de velocidad de la Castellana y del gimnasio para pupilas de la Gran Vía.

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