Estupidez

Mientes cuando dices estar enamorado del sonido del viento, que nunca es el mismo, pues depende del medio que lo enfrenta y lo hace vibrar. Te relaja, eso es todo, actúa como amnésico, te sumerge en el presente y allí, decides, no se está tan mal. Quisieras encontrarle un nombre a esta sensación, “fosilizarla” lingüísticamente para incluirla en un relato o contársela a tus amigos de manera resumida, la única que te permiten ahora que tienen tanto que hacer

Sus ojos ya no brillan tanto. Sus labios no son tan sugerentes como al principio. Las faltas de ortografía le restan autenticidad al contenido de sus mensajes. Escribir bien es un ejercicio de atención que empieza por una lectura concentrada, una labor consciente de escucha, y no confías en ser mejor que Cervantes, Delibes o Cela, que fracasaron en el intento. Concluyes que, pasado el fervor de los primeros meses, tampoco se esforzará en hablar con propiedad vuestro idioma común, y que cualquier día te acusará de no ser el mismo que eras la noche en que, con los ojos medio cerrados, dejó de leerte, cerró tus tapas y se dedicó a inventarte.

Los cuerpos tienen memoria: se mueven por imitación de gestos, reaccionan a estímulos que ya conocen, siguiendo una coreografía que no sabrían enseñar. Y tienen su propio lenguaje, se abren o acorazan, se estiran o arrugan en función de si perciben amor o peligro. Algunos hablan mucho, se sienten con libertad para hacerlo, confían en su don de gentes, en su belleza o en ser, simplemente, parte del conjunto, como la arena que pisamos. Otros no dicen nada, hibernan en silencio, invisibles; se funden con el paisaje.

¿Quién necesita palabras? Cuatro mensajes claros, una imagen. Una buena historia, pero elemental. Que no suponga un esfuerzo, sin matices. ¿Una metáfora? Puede, pero simple, para niños (y niñas, se corrige) de cuarto de primaria. Las niñas maduran antes, le digo, para niños de cuarto y niñas de tercero, le sugiero mientras me hace un reproche con la mirada y lucha por retomar un discurso que ha aprendido de memoria. La atención es un bien escaso y los tonos grises pecan de indefinición, no segmentan ni oponen voluntades. Dame un símbolo, un lema, un enemigo y un argumento. Pero no los desarrolles: el prestigio del símbolo procederá de su historia, que inventaremos si es necesario; el lema cuanto más breve mejor, ya lo dijo Gómez de la Serna (ni se me ocurre citar a Gracián); el enemigo muy malo, como los de Disney; y el argumento muy simple, de cuento de Perrault (así, en castellano).

Abandono en silencio el salón, escapando del bullicio. Mis pasos me conducen al viejo puente, que cruza sobre el aún más viejo río, aunque se renueve constantemente y parezca uno distinto cada día. Me fijo en un árbol cuya identidad desconozco, y en una roca que emerge de las aguas y que no es granito ni cuarzo. Acude el viento a mi rescate y me encojo, como siempre hace mi cuerpo ante el tacto de un elemento desconocido –e ignora casi todos–. Y me olvido del pasado, de cada día en el que di por buena una palabra imprecisa y no curioseé el nombre de un árbol o un mineral. De cada búsqueda no satisfecha, archivada por compleja o tediosa. En ella reside el germen de la dictadura discursiva que ejercen los que le ponen nombre a la realidad definiéndola, recortándola, desfigurándola sin encogerse de frío; sin echar de menos ninguna palabra que resuma su osadía.

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