Esta tonta pasión

Hoy me he levantado extrañamente feliz, con la falsa ilusión de poseer trece Copas de Europa y otras diez de baloncesto. Y ya estoy preparándome para el partido de esta noche, en el que los Boston Celtics se juegan poder disputar una nueva final de la NBA en la búsqueda de un decimoctavo anillo de campeón. Siento como propio el gol de Bale –tengo un cosquilleo en el empeine– y me ofenden las palabras de Cristiano arrogándose un protagonismo muy por encima de la altura de su actuación y de la entidad de una hazaña cuya escala deja en ridícula la de un solo individuo. Y me duelen las fibras rotas del isquio de Carvajal, siempre dispuestas a quebrarse en las vísperas de una gran cita con la selección. Ah, disculpad si la narración parece entrecortada, pero me tiemblan las manos si intento ponerme los guantes de Karius, yo también jugaba muy mal y encadenaba errores cuando mi primera intervención bajo los palos no era buena.

Este domingo empieza también Roland Garros, la gran cita del boxeo a distancia, de la lucha libre sobre el polvo de arcilla. Bolas profundas, ángulos imposibles, tiros liftados que se elevan por encima del hombro intentarán noquear al contrincante acabando con su resistencia. “Una pelota más” será el lema de Rafael Nadal en el camino hacia el undécimo título en París, una pelota más en el hígado y riñones de los adversarios. Empieza un evento y termina otro, pues el Giro de Italia llega a Roma para imponerle la corona de laurel a Chris Froome, autor de una etapa histórica en pleno corazón de los Alpes. Este Aníbal británico y su elefante de dos ruedas conocerán mejor suerte, aunque una sentencia puede declarar aquello de Carthago delenda est y dejar en nada todas estas exhibiciones.

Pero si el deporte de masas, su versión más mediática y popular, me gusta, mucho más lo hace el que transita por circuitos minoritarios, abriéndose hueco a codazos, sobreviviendo por el arte de una magia que se llama pasión. Pasión y voluntad, inquebrantables ambas, como las que demuestran los voluntarios del Torneo de Santa Marta, organizado por los amigos de un club en el que estuve tres años, debutando en las ligas regionales de Castilla y León. Tras mi experiencia en los patios del colegio Trinitarios, donde entrené a muchos chicos que hoy considero amigos, los años en Santa marta me ayudaron a disciplinar la vocación, a ordenar las ideas y comprender lo mucho que me quedaba, y me queda, por aprender de baloncesto y, sobre todo, de psicología y didáctica. Eso y empezar a conocer a mucha de la buena gente del baloncesto, a la que cuando actúa en defensa de lo propio se le puede reprochar una ausencia de visión de conjunto, pero a la que, separada esta faceta competitiva (lo que yo hago con cierta facilidad), uno puede llegar a conocer en su esencia y comprender que, la mayor parte de las veces, los fines que persigue son tremendamente nobles.

En fin, todo esto para agradecer al Club Baloncesto Santa Marta la cesión de un espacio, y un tiempo, para dialogar sobre “Hasta que la noche nos alcance” con gente relacionada con el baloncesto, con chicos a los que he tratado de inculcar esta pasión que, como os decía, me mantiene tontamente feliz por un triunfo que en puridad no es mío, sufriendo por una persona, Loris Karius, a la que, con casi total seguridad, no veré en la vida. Por esto, porque me emociona, el deporte inunda mis escritos, los ocho relatos de una colección que, como yo, se hace mejor cada vez que dialoga con un nuevo lector. Muchas gracias.

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