Soy un ácrata. Llego a esta conclusión cada vez que tengo que rellenar una instancia, hacer una consulta o contactar con un organismo público. Cada vez que un funcionario que solo entiende de su pequeña parcela de oficina me hace sentir como un auténtico gilipollas a pesar de mis lecturas de Kant o Platón. Cada vez que un agente cumple fielmente con su deber en aplicación de este o aquel otro artículo de este o aquel otro reglamento en cumplimiento de esta o aquella otra directiva comunitaria mientras desatiende su condición esencialmente humana. Cada vez que un pequeño inconveniente que la aplicación del sentido común resolvería fácilmente se convierte en un obstáculo insalvable.
Vuelva usted mañana, claro, pequeño ciudadano de a pie, Premio Nobel o Doctor en Física de partículas, ¿no ha leído usted las indicaciones tan pésimamente redactadas que figuran en esa web de aspecto eduardiano? ¿No ha entendido que si A entonces Z pasando por todas las letras del alfabeto pero que si no B, entonces sí C´ y no X? Por favor, está en la calle, cualquiera lo sabe. En fin, me pregunto en qué consistiría una asignatura sobre desenvolvimiento jurídico o gestión de economías domésticas. Seguramente en un entrenamiento de la paciencia y la tolerancia ante las continuas pérdidas de tiempo, unos cuantos ejercicios de meditación y la acumulación de ahorros para futuras terapias psiquiátricas o psicológicas; o para pagar la fianza que nos evitará el ingreso en la cárcel.
Nuestra administración está concebida para perseguir al pícaro, cuidarse del tramposo, asegurarse de manera repetitiva y pesada la nobleza del prójimo. Quiere funcionar con extrema pureza y lo que hace es pecar de pura ineficacia desgastando la ya debilitada paciencia del ciudadano. Un ciudadano que observa la extrema eficiencia de quienes le cobran sus facturas, sus multas, sus pequeños pecados y la extrema ineficiencia de quienes deben facilitarle el acceso a servicios, a prestaciones, a la posibilidad de trabajar o montar una empresa. Rogamos que nos dejen trabajar, que no nos prohíban el acceso a la cuchilla que nos cortará las venas. Y ni eso.
El tiempo es oro, decía Benjamin Franklin, o quien decidió que Benjamin Franklin dijo tan ingeniosa frase. De ahí que los de esa famosa serie que no he tenido la ocasión de ver (estaba rellenando papeles) quisieran atracar las reservas del Banco de España. En fin, no quiero ponerme político, pero la verdadera medida progresista, más allá de las subidas del salario mínimo o todas las ayudas que puedan concebirse para evitar situaciones de marginalidad y pobreza, es nutrir a la administración de los medios económicos y humanos necesarios. La oposición no me parece un medio adecuado para seleccionar a personas que atenderán a los ciudadanos. Si conocen las normas pero son ajenos a las motivaciones y necesidades de los hombres solo servirán al estado como Leviatán, no a quienes simplemente permiten que exista, con su voto, con sus impuestos o negándose, aunque solo sea por pereza o falta de tiempo (están rellenado papeles), a la revolución.
Releo El mundo de ayer de Stefan Zweig, pero yo no tengo tiempo o época que añorar, si acaso la infancia, como Rilke, nuestra única patria, aquella nación en la que todo se resolvía a puñetazos y con un abrazo final de perdón y concordia, un cierre que no es posible alcanzar detrás de esta mesa, frente a un funcionario que me subraya en un documento los trámites que me faltan y al que, por supuesto, no pienso agredir. Él es solo otra víctima que saldrá de la oficina y llamará ocho veces a otra oficina antes de que le remitan a otra. Otra víctima a la que pondrán una multa por dejar el coche mal aparcado para atender una cita que solicitó hace tres meses y a la que llega justo de tiempo tras hacer cola en otra oficina. Solo otro ciudadano, me repito, aunque no me tranquilice del todo, y me entren sudores, y me tiemble la mano, y ya visualice el abrazo que le daré a su familia el día de su funeral.