Distintas formas de mirar la piedra

Nos recordaba Julio Llamazares, a través de un relato a varias voces sobre el significado simbólico de la construcción de una presa y el enterramiento de un pueblo, que hay distintas formas de mirar el agua, no siempre materia incolora e indolora, no cuando sepulta sedimentos de sudor y lágrimas, cuando silencia, con el ruido de las turbinas, un sinfín de historias y biografías familiares milenarias.

La novela es una reflexión sobre el multiperspectivismo, sobre la mirada que modifica las cualidades esenciales del objeto, digan lo que digan la física y la química. La novela refrenda a Nietzsche y su «todo es interpretación» al tiempo que ensaya con la pluralidad de los relatos: la trayectoria vital de cada narrador modifica la fotografía, la síntesis de los colores, la misma cronología de los hechos, al margen de la crónica y la historia, del positivismo y la siempre temible objetividad.

Paseando por el castillo de Burgos, asomándome al mirador que descubre a la ciudad desperezándose, con su roca, su ladrillo y su cristal en carne viva, alzando la vista por encima de las agujas de la catedral hasta sumergirse en las estribaciones occidentales de la Sierra de la Demanda, pensaba en las distintas cualidades de la piedra, en Julio Llamazares, en León, en el agua y en el arte del relato. También en encontrar la vivienda donde me he guarecido este invierno, la manzana donde he resistido a las distintas pandemias que nos afectan. Y las ventanas que fueron testigos de nuestra sencilla manera de estar juntos sin estarlo.

Y pensaba de nuevo en la catedral, que visité en el verano de 2015 por primera vez. Y en su grandiosidad, fruto del trabajo no consciente, seguramente ignorante, de muchos hombres que no llegaron a ver terminada la obra, que plantaron árboles, como reza el dicho maorí, que sabían que no llegarían a ver crecer. Para ellos la piedra, caliza, de la localidad próxima de la Hontoria, era una materia prima, un elemento de la construcción, uno más dentro de un día a día anodino, aunque sumamente peligroso. 

Burgos, aunque no figure en el título de una próxima colección de relatos, ha traído a mi vida nuevas piedras de tonos más blanquecinos; nuevas formas, góticas y por ello seguras de sí mismas, intimidantes; una nueva luz y un nuevo color, un azul de esos que solo se dan en medio de la atmósfera glacial de sus días de invierno, pero, por encima de todo, una nueva forma de mirarlas.

No tanto una perspectiva diferente como unas lentes de mayor precisión y agudeza, tanta como para penetrar y descifrar su estructura mineral. No tanto unos ojos nuevos como un velo tremendamente vaporoso, casi transparente, que va añadiendo matices a la mirada según pasan los años, según pasan los años cuando no pasan simplemente, cuando pasan de verdad. Cuando la piedra, la misma piedra de los juegos de infancia, de los juegos populares, de las partidas de mus, comienza a doler, no en los riñones, sino en el alma que la recuerda antes de ser catedral, antes de ser sedimento: arena, polvo, nada.

Deja un comentario