Carnés de libertad

Todos aceptamos, con cierta naturalidad, que no podemos estar bebidos al volante, no tanto en la medida en que podamos causarnos daño a nosotros mismos como por el riesgo en el que ponemos a terceros. La DGT no piensa en nosotros, o nuestras familias, sino en los otros, y en las suyas. Estas conductas se enmarcan dentro de los “delitos de peligro”, pues se castiga la amenaza o la probabilidad: el riesgo. Son delitos contra la seguridad colectiva y forman parte de esa estrategia de castigar a los hombres por no haber educado a los niños.

Una subcategoría dentro de estos se define como “delitos contra la salud pública”, entre los que se incluyen, principalmente, el tráfico de drogas y la adulteración y comercialización de productos farmacéuticos. Pues bien, por analogía extensiva, fuera de este código penal, se sitúan las conductas u omisiones que puedan conllevar un riesgo o grave daño grave para la salud de la población, un tipo inespecífico que puede derivar en sanciones que van de 3.000 a 600.000 euros y que entran dentro del inmenso campo del derecho administrativo, tan inmenso como poco garantista, tanto que es posible que se habilite un procedimiento especial para estos ilícitos, aunque se hayan cometido antes de la creación ad hoc de este procedimiento, en un caso, me parece, de retroactividad negativa.

Da miedo ver cómo se jalean las multas y las detenciones, cómo se señalan, en la plaza pública, a quienes intentaron desplazarse de sus domicilios: “insolidarios, traidores, hijos de puta”. Nadie conoce a fondo las circunstancias de sus acciones pero todos aplaudimos que se dé publicidad al reproche. Da miedo ver cómo cumplimos, ahora, con todos los puntos del protocolo, después de años llevando dietas poco sanas, aceptando con resignación la llegada del cáncer a nuestras familias, cogiendo el coche y fumando por placer.

Hemos llevado hombres a la luna, hemos descubierto la radiactividad y la fisión del átomo de uranio, pero salimos a la calle con guantes y mascarillas por si llevamos dentro el virus sin saberlo. Más de cuatro mil millones de hogares en el mundo están conectados por Internet, ciencia ficción hace 30 años y, sin embargo, en los hospitales de un país del primer mundo se ha estado decidiendo a quién dar un respirador. No se ha podido prever la llegada de un virus de estas o similares características, no se han podido aislar los casos, es imposible hacer un seguimiento real, no ya solo de la geolocalización del virus, sino de las cifras más básicas. El año después de fotografiar un agujero negro, un siglo después de la gripe más mortífera de la época contemporánea, el más efectivo sistema para combatir una epidemia sigue siendo quedarnos en casa, paralizar la actividad y recordarnos, constantemente, que nosotros somos los responsables de lo que pueda llegar a pasar.

Pues bien, ante el reconocimiento de que un mes y medio en casa, sin ser una heroicidad, provoca un descenso notable en los marcadores de las hormonas que evitan estados depresivos y cuadros de ansiedad, tras presumir de ser los primeros y los más implacables en la implantación de medidas de confinamiento, con las peores cifras por habitante, van a empezar a estudiarse medidas de flexibilización y es posible que los niños, veremos de qué edades, puedan salir a dar un paseo acompañados por un adulto, durante un tiempo determinado, sin entrar en contacto con otros niños, sin tocar nada y sin sonreír, aunque quién sabe qué mal puede causar un niño y su disparatada voluntad, tocando aquí y allá.

Es evidente que son los científicos, como sucedió con los economistas en la crisis de 2008, aunque se equivocaran no solo en la predicción sobre su llegada, sino también en la duración y en las soluciones para su salida, los que deben informar de los protocolos a seguir, como también lo son los jueces, que accedieron a su plaza recitando normas de memoria, los que deben juzgar lo que no han visto. No conozco a dioses mejor preparados en estos días, con sacerdotes mejor preparados para la oratoria y unos fieles más devotos, tan devotos que creen sin haber visto, o tras la confirmación de la falibilidad de dichos dioses.

Lo que no tengo claro es que sean los científicos los que deban repartir carnés de libertad. Los quiero para los niños, por supuesto, para sus familias. Pero también para que puedan desplazarse quienes se han visto separados de sus parejas o hijos, o para quienes presentan cuadros de ansiedad que hacen inviable la convivencia. O para los exiliados, para que puedan viajar organizadamente a sus hogares. Hay conculcados demasiados derechos fundamentales como para derivar en los científicos su flexibilización. El primero será el de la igualdad material entre españoles, hasta ahora unidos en el confinamiento y en el temor; dentro de poco distintos en función de donde los haya colocado el azar, su edad biológica, su presunta inmunidad, la importancia de su profesión y su distinto temor a las leyes. Ya pueden justificar bien las razones que informan estos carnés de libertad. Si no, otros los expedirán por su cuenta.

Deja un comentario