¿Arde Madrid?

asegurada de incendios

Si hoy las altas temperaturas encabezan telediarios a falta de noticias de mayor calado, conviene recordar que en pocas fechas estaremos rememorando los setenta y siete años de la entrada de las tropas alemanas en París, un hito fundamental de la historia contemporánea que, a la luz de recientes acontecimientos como el Brexit, la elección del Trump o el ascenso de partidos racistas en los comicios de gran parte de Europa, parece olvidado. Olvidado, sí, descansando en un apeadero de la memoria, reposando inerte en forma de temor en la mente de esas personas que ahora encaran la muerte y que durante su infancia lamentaron la pérdida de un padre, los llantos desconsolados de una madre, los silencios a la hora de las comidas. Generaciones que fracasaron en la ingrata labor de explicarse ante sus esforzados hijos y sus desorientados nietos. ¿Arde París? Preguntaba Hitler desde su cuartel general en Rastenburg poco antes de que la capital francesa quedara liberada, casi cuatro años y medio después de su ocupación.

El próximo viernes las tabernas irlandesas de Madrid celebrarán el “Bloomsday”. Ciento trece años después de que el protagonista del Ulises recorriera las calles de Dublín, todo lo que queda de aquel viaje metaliterario de Leopold Bloom es un evento con claros tintes folclóricos, una fiesta de homenaje a la cerveza, que no a la literatura, ni a la doble deuda histórica que Joyce quiso saldar con los orígenes helenos y hebreos de la civilización. “They lived, and laughed, and loved, and left” escribió este autor en The Finnegans Wake, un artefacto literario que tardará más de ochenta años –los ochenta años de que hablaba Flaubert para que una obra artística sea justamente valorada– en ser entendido. Pues eso: vivieron, rieron, amaron y abandonaron (murieron). Eso se escribirá también de nosotros. Cambiando “fucked” por “loved”.

En un hostal de Madrid, en el que me detuve tras recorrer la ciudad como un Leopold Bloom cualquiera, desperté revisando el Irish Times, perdón, el Facebook, y me di de bruces con una columna firmada por Antonio Navalón diciendo de los millennials (personas nacidas entre 1980 y 2000 según una suerte de categoría sociológica que tendrá detrás, no lo dudo, una sesuda base teórica) lo siguiente: no tienen un programa, no tienen proyectos y solo tienen un objetivo: vivir con el simple hecho de existir. Criticando nuestra (nacido en 1987 me resulta imposible desmarcarme de esta denominación) existencia virtual y ausencia de compromiso político, recurriendo a la nostalgia de acontecimientos como el Mayo del 68, el autor consiguió que su artículo fuera leído por gran parte de mi lista de amigos, quienes no pudieron pasarlo por alto: hacer un ejercicio de sana omisión para no alimentar a la “bestia”.

Dos responsables del Museo Reina Sofía entretejían discursos basados en la desidia de sus hijos y los déficits estructurales del sistema. Ella, una mujer de unos cincuenta años, se quejaba del estrés que le provocaba tener que cuidar de sus padres, enfermos, y atender a sus hijos, inadaptados sociales, “acomodados millennials”, que diría el artículo: parados en román paladino. Su compañero, de casi sesenta, asentía y compraba su relato añadiendo al argumentario los peajes que ellos tuvieron que abonar en su momento, los aranceles que sus hijos no están dispuestos a pagar. Honestamente, creo que de todos los frentes que están abiertos en nuestro país –ideológicos, territoriales o futbolísticos– el que tiene más difícil solución es el generacional, la incapacidad comunicativa y la brecha cultural que media entre las personas de entre cuarenta y cinco y sesenta y cinco años y sus herederos.

En un bar del centro de Madrid, donde los filetes de lomo del grosor de una cuartilla se cobran a precio de lingote de oro, una mujer le indicaba a su padre el itinerario a seguir por la tarde –incluidos los descansos– antes de llegar a Goya. También le sugería que levantara la cabeza, que parecía triste. Y que no comiera más, que era demasiado. Esa misma mujer, que seguirá con exactitud los protocolos fijados por su jefe, pagará también las facturas de su hija, a quien ya no le dice cómo le gustaría que fuera el chico (“educado, bueno, humilde y trabajador, Dios, solo te pido eso”) con el que se encuentra los sábados por la noche. Aunque sea su principal fuente de ansiedad.

Impresiona. No hay otro verbo. La visión “in situ” del Guernica impresiona. Más si, tal y como lo han preparado en la exposición “Piedad y terror en Piccaso: el camino a Guernica”, el espectador recorre la fase en que su pintura cubista abandona las naturalezas muertas, con mandolinas y botellas de licor, y avanza hacia los retratos descarnados donde el dolor, que traspasa el lienzo, es el fruto de la anticipación de la muerte y el despedazamiento de nuestros propios cuerpos hechos de carne, condenados, como el propio Picasso le confiesa a Malreaux, por eso mismo –por ser de carne– a durar muy poco. A extinguirse, sí, pero también a actuar unidos, solidariamente, ante la barbarie.

Claro que arde Madrid, y no solo por los cuarenta y cuatro grados que marcan los termómetros expuestos al sol. Arde Madrid pese a la indiferencia de los millennials, la incomprensión de sus padres y la incapacidad para recordar de sus mayores. Y aunque en la mayor parte de las casas de su centro histórico luzca sobre sus puertas el lema “asegurada de incendios”, conviene actuar preventivamente: retomar el diálogo intergeneracional, escuchar a los abuelos; cantar La Marsellesa como en Casablanca, leer a Joyce y repasar detenidamente El Guernica.

Deja un comentario