After hours

El confinamiento ha contribuido a resemantizar numerosos vocablos, también los del submundo de la noche, ahora mucho más blanco desde que las discotecas están cerradas y hay pocos motivos para emborracharse o permanecer despiertos hasta el amanecer. El ejercicio de la violencia y otras heroicidades noctívagas beben de la mirada del otro, de su miedo o alucinación, incluso de su censura. La noche es esencialmente exhibicionista, un ejercicio de hedonismo que o es compartido o no es.

 

Una franja nocturna que ha cambiado mucho, hasta el punto de ser irreconocible por sus antiguos moradores, es la del after hours, que antes rayaba el alba y ahora comienza al filo de la medianoche. Tiene este coronavirus aire de chirigota, lástima que sea tan alto el coste de adoptar los horarios europeos y las fórmulas de teletrabajo. Anoche, en este after hours adelantado, apto para esos madrugadores que, como yo, de repente se despistan y olvidan el paso de las horas, volví a comprobar que la contemplación comunitaria del arte y la conversación a la que da pie, o a la que sirve de excusa, es la manera más sofisticada de ser humanos.

 

Se llama Sheila Blanco, la artista y la excusa, y es madrina de ocho poetas (mujeres) del 27 a cuyos poemas ha puesto algo más que música, creo yo. Al menos luz, para empezar, donde solo había sombra y moho. Luz de linternas y otras luminarias que se arroja y desvela los secretos, pero también luz que ilumina las palabras y les concede un nuevo significado, el de una aguda lectora, sensible y extremadamente inteligente, con una cultura poética y musical que anuncian las presentaciones de las canciones y confirman su voz y su piano, perfectamente fusionados.  

 

Se llama Sheila Blanco y es de Salamanca, ese lugar donde volver que ganó cuando no le quedó más remedio que salir y al que, efectivamente, volvió vestida de rosa, con sonrisa reluciente, a las puertas de esa catedral bajo la que solo son profetas las más grandes. Lo hizo en una noche fresca, de final de verano adelantado, con los hombros al desnudo y el corazón abierto, frente a un puñado de amigos y unos cuantos cómplices de los sentimientos de amor, exilio y miedo a la muerte que expresaron Pilar Valderrama, Carmen Conde o Margarita Ferreras entre otras.

 

Y a nosotros, los cómplices, no nos quedó otra que celebrar la vida, arriesgándola, si acaso, en una de esas noches que van ganándole terreno al día, pero que se acortan en su expresión simbólica y nos invitan a adoptar nuevas formas de ser y parecer, de sonreír y conversar. Lo hicimos en El Alcaraván, por supuesto, en ese lugar norteafricano que no es, pero podría ser, el Loro azul. Frente a la mezquita, la madraza y en pleno zoco. En la medina a la que seguiremos volviendo para observar, y cantar, su belleza. De amanecida, bajo el sol abrasador del mediodía o en el nuevo after hours.

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