Salamanca

Capítulo primero. Él adoraba Salamanca, la idolatraba de un modo desproporcional. En realidad no tanto, después de haber viajado y conocido otras urbes de similar belleza pero mucho más abiertas al cambio y la entrada de nuevas ideas. Él la sentimentalizaba desmesuradamente, esto sí. Para él, sin importar la época del año, aquella seguía siendo una ciudad en blanco y negro cuya partitura estaba, ante todo, compuesta de silencios. El silencio del que la recorre por primera vez, entusiasmado, consciente de la insuficiencia del verbo para describir lo que ve, o del que la abandona paralizado por la angustia de saber que jamás volverá a ser joven. (Demasiado trágico, no, no quiero que piensen que estoy a punto de echarme a las vías).

Capítulo primero. Él sentía demasiado románticamente Salamanca. Vibraba con la agitación de los turistas que escuchan leyendas frente a las portadas de los edificios históricos, del florecer de los estudiantes en la Plaza de Anaya o el Campus Unamuno, de los profesores que visitan librerías y bibliotecas para terminar comprando el Marca en el kiosco. Para él Salamanca era bellas muchachas que sujetan carpetas mientras suben y bajan la Calle de la Compañía y hombres robustos cantando tonadas, rancheras o boleros en los soportales de la Plaza Mayor (No, demasiado tópico y superficial. Mejor no).

Capítulo primero. Él adoraba Salamanca, una metáfora del declive de las humanidades, un cementerio de sabios y filósofos incapaces de adaptarse a las nuevas exigencias de un mundo en constante movimiento. La parálisis que afectaba a todo el país se reflejaba una a una en todas las construcciones de piedra arenisca que jalonan el centro de la ciudad, sobre todo en aquellas que acogieron usos comerciales y en las que encontraron trabajo los llamados a relevar a Unamuno, Torrente Ballester o Carmen Martín Gaite, ahora empleados número 2517 (18 y 19) de una franquicia de comida rápida, de un supermercado francés o una marca de ropa española. (No, demasiado político. En fin, tengo que reconocerlo, quiero que la diputación me publique este libro).

Capítulo primero. Adoraba Salamanca, pese a ser un museo histórico de un pasado que jamás regresará. Qué difícil era sobrevivir en una sociedad que no valoraba los logros científicos, la conservación del patrimonio cultural, la creación artística como modo de acceso al conocimiento de nosotros mismos. Qué difícil habitar en una república de viejos, como la ideal de platón, gobernada, no por filósofos sino por románticos que abrazaban dogmas y banderas de un pasado que no fue como recordaban. (Demasiado amargo, no quiero serlo).

Capítulo primero. Él era tan duro y romántico como la ciudad a la que idolatraba. Tras sus ojos, habitualmente cerrados, se agazapaba la imaginación de un niño que se escapó de la escuela, el valor de un hombre que cree firmemente en sus ideales y la nostalgia de todas las historias que le evocaban los rincones donde amó y fue amado. Salamanca era su ciudad y siempre lo sería. (Rhapsody in blue a toda caña).

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