El año que no paró de llover

Parafraseando a mi amigo Evaristo, con el que he tenido la suerte de compartir trabajo este año, vivir fuera me salva de Salamanca y sus males endémicos, pero volver, pasar algo de tiempo con la familia y los amigos de siempre, me rescata de las tormentas del exterior. Venir al Alcaraván y escuchar la lista de jazz que acompaña al aroma del café y el sabor de los cruasanes cada mañana. Sentarme en sus bancos de madera, apoyar los codos en sus mesas de mármol, es sinónimo de tiempo para pensar, para reflexionar, para repasar con capacidad retrospectiva los sucesos del año, de la temporada, la medida de tiempo de quienes trabajamos en el deporte, un suspiro breve o prolongado en función del peso específico de cada día, de cada entrenamiento, de cada partido.

 

Este año, creo que la estadística avalará la siguiente afirmación, no ha parado de llover. Llovía de camino a El Plantío, llovía de camino al Coliseum, llovía rumbo a Ourense y lo hacía también rumbo a Durango, pasando el Urkiola; llovía incluso a orillas del Guadalquivir y llovió, por supuesto, en los festejos de celebración por el ascenso. En mi caso particular, fueron 31 los partidos de Primera FEB en los que me senté en el banquillo (estuve en la preparación de todos), 24 los de Tercera FEB (sobre un total de 26 que también procuré preparar con mimo), ocho los de Copa España, cuatro los de Copa de Castilla y León en una y otra categoría; algún que otro amistoso, tres concretamente, para afinar estados de forma y puntería, para crear armonía en las torres de Babel que son los diferentes equipos cuando empieza el curso.

 

Conviví con jugadores de nueve nacionalidades distintas en el primer equipo, con “solo” cinco en el conjunto filial, aunque no quisiera olvidarme de Emiliano, mejicano, y de Illia, ucraniano, que nos ayudaron a entrenar, lo que sumarían siete. Trabajé con jugadores profesionales, con otros que aspiran a serlo, con algunos que ya renunciaron a soñar para ser humildes (y forrados) ingenieros y con otros que juegan porque les gusta probarse y competir al más alto nivel posible. También con juniors, y algún cadete, que se creen, como es lógico, sobradamente preparados, y a los que intentamos dosificar la dura realidad para que logren, algún día, alterarla a su gusto.

 

Ayudé a Bruno Savignani, décima nacionalidad del primer equipo, líder de un proyecto que hizo buena la máxima aragonesiana de ganar, ganar y volver a ganar a base de prepararse más y mejor que los demás, de no guardar para mañana, de estar más juntos y comprender que cuanto más grande es el producto final de la multiplicación de todos los esfuerzos y talentos, más grande es también la cifra de satisfacción a repartir al final de cada semana, de cada partido, de esta breve y larga temporada. Ayudé a Jorge Álvarez, trabajador incansable y estratega genial: suyo fue el germen de cada plan de partido; no quisiera jugar contra él al “Hundir la flota”. Fue todo un privilegio. Nos ayudaron en todo Santa y Rubén desde su invisibilidad programada con todo su buen hacer y experiencia.

 

Trabajé codo con codo con Evaristo Pérez, otro privilegio. E igualmente lo hice con Dani Hernández Roda, preparador físico del primer equipo y de los jugadores vinculados, que transformaron su físico y terminaron rindiendo a un nivel espectacular a final de año. Nos ayudó en todo cuanto pudo Kike Flórez, preparador físico de altísimo nivel, y qué decir de los fisios, Gonzalo, Carlos y Rodrigo, y los doctores, Enrique y César, siempre dispuestos a atender las demandas de los jugadores, muchos de ellos no adaptados al nivel de entrenamiento que quisimos imponer desde el principio (lo que, traduzco, produjo múltiples lesiones), buscando un techo que nunca alcanzaremos, pues siempre se eleva un poco más allá de la yema del dedo índice haciéndonos mejores por el camino. Nos ayudó en todo lo que pudo José Antonio Pérez, delegado de equipo, chico de confianza, aprendiz con todo lo bueno que ello implica: un ser lleno de cualidades por explotar. Y no quisiera olvidarme de todo el personal del club que hace posible y mejor su día a día, tampoco de los fantásticos profesionales del marketing y la comunicación, que hacen soñar y disfrutar a la fantástica afición que respalda y justifica nuestro trabajo.

 

Ello gracias a la oportunidad que me brindaron los que creyeron en mí para estas funciones: Diego y Albano, también Miguel Ángel, siempre disponible y dispuesto. Si discrepé de ellos en algunas ocasiones es porque San Pablo es un gran club y siento que puede y debe aspirar a ser aún más grande: tener más y diferentes pilares que acompañen, respalden y den sentido a los resultados del primer equipo, ojalá que excelentes, pero inevitablemente sometidos a diferentes avatares. Representar a una ciudad, educar a sus jóvenes, dar cobijo a cientos y miles de familias bajo su paraguas requiere de una inversión, fundamentalmente de tiempo y cariño, esos bienes que, por escasos, tanto demandamos hoy en día.

 

Insisto porque lo siento así, porque solo dándole un sentido superior al de las derrotas y victorias me enamoré un día del baloncesto, un deporte que fue en primer lugar procurador de amigos, pero que también fue compañero en momentos de duelo y fuente de numerosas alegrías. Y jugar bien al baloncesto, que es el espejo de muchos otros valores implícitos que se urden, crean y reafirman desde la planificación y la programación de cada macrociclo, mesociclo y microciclo, requiere de mucho y buen trabajo. Trabajo que solo pueden hacer profesionales preparados y, por encima de todo, profesionales buenos, en el sentido machadiano de la palabra: gente que multiplica, que colabora y es capaz de trabajar en equipo, gente con talento y bondad; con valores, en definitiva, que no sobran: valores que hacen mejores y más grandes a las organizaciones, sean de la índole que sea, pero sobre todo si son deportivas y educativas, perdón por la redundancia.

 

En fin, se intuye el sol que a buen seguro ilumina las torres de la catedral de Salamanca, seguro que también las de Burgos. A la sombra de ambas se esconden las personas que me han infundido la fuerza y el espíritu para continuar en los momentos difíciles, siendo Elsa, por su presencia constante, su atención y, en ocasiones, su ignorancia consciente, la protagonista principal, la procuradora de los imprescindibles momentos de distracción y la garante del descanso y el reposo tranquilo, el que habría de infundirme fuerza para un nuevo día en este año en el que no paró de llover y que terminó, a base de entrenamiento y preparación, de trabajo en equipo y resistencia mental, iluminado por el sol.  

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