Me maravilla la capacidad de síntesis de quienes caminan por nuestro país y dicen «esto es España». De igual manera, me sorprende y asombra escuchar a quienes se definen por su singularidad y su excepcionalidad en territorios que la ley establece como parte integrante de España mientras niegan la mayor alcanzando, por oposición, idéntica capacidad para el resumen y la concisión: «esto no es España», «esto es mi nación, mi patria, mi pueblo». Me sorprenden también los intentos de colonización de pasaportes y pensamientos ajenos: en un marco de igualdad de oportunidades real y por tanto imaginario y utópico, que cada uno se sienta de donde le dé la gana, solo faltaría.
Filosóficamente, les digo la verdad, aborrezco las instituciones, su intención abarcadora y regulativa. Viviría tranquilo si solo me gobernaran los regidores del municipio donde deposito mi basura y enterraré a mis amigos (o ellos me enterrarán a mí) y, si acaso, una comisión de sabios que pueda velar por un uso racional y equitativo de los recursos de que el planeta disponía antes de que los hombres nos pusiéramos en pie y liberásemos nuestras manos para su explotación privada y con ánimo exclusivista. Sí, algo así como un gobierno planetario compuesto por gente desprendida, altruista, inteligente, es decir, por gente que no existe o que, en caso de existir, lo último que haría en honor a dicha inteligencia sería formar parte de un gobierno. Pero también soy realista y entiendo que esta convivencia pacífica y forzosamente imperfecta necesita de instancias intermedias, seguridad, defensa o gobiernos regionales.
En estas últimas semanas he estado viajando junto a Elsa por buena parte del país, es decir, por el estado constitucional, antes absolutista, antes autoritario, antes suma de reinos, antes suma de provincias, antes puzle de unidades geomorfológicas llamada España para beneficio de todos, incluso de quienes se sienten perjudicados por su existencia. El estado es la unidad política que más paz ha propiciado en este planeta, aunque fuera por medios violentos y tras procesos acumulativos o desintegradores que amenazaron, en primer lugar, su propia existencia. Esto, al menos, desde que el hombre tiene conciencia política y se siente capacitado para determinar su destino a pesar, en honor a o junto a sus dioses, se llamen estos Alá, Yahvé, Dios o Bruce Springsteen, y no pretendo con esto desobedecer el segundo mandamiento, sino alertar de que seguimos acudiendo a los templos, aunque ahora se llamen de otra manera.
Obviamente, pasear por España, a pie o en automóvil, en tren o motocicleta, es hacerlo por un país diverso en el que se superponen y encajan, no siempre de manera precisa, paisajes, modos de vida, usos y costumbres. Y son notables las desigualdades, casi siempre en favor de los centros sanitarios y educativos, de las infraestructuras de quienes se sienten distintos, singulares y muchas veces maltratados. No es lo mismo ser anciano en Pamplona que en Cazorla y esto no es porque las laderas que dan a la primera estén salpicadas de pino silvestre y las de las montañas jienenses estén pobladas por pino laricio.
Ojo, constato una notable diferencia, no discuto las razones y puedo admitir que esta no reside únicamente en un privilegio original que sienta sus bases en comportamientos arbitrarios de reyes, príncipes o nobles de la Edad Media o Moderna (o en concesiones tras períodos de guerra), aunque estoy seguro de que el capital inicial y acumulado está en el germen de esta desigualdad. Seguramente haya un capital cultural y moral diferente que se traduce en un diferente uso del dinero público, un concepto del bienestar también distinto. No lo sé, pero cualquiera puede apreciar los matices.
Paseando por Córdoba, Granada, Úbeda o Baeza fui más consciente de mi educación, de mi educación que es también una herencia cultural asumida como cierta y apenas discutida. Entrando en sus mezquitas, palacios y sinagogas aprecié más que nunca mi condición de cristiano, católico y romano, aunque no vaya a misa ni lea a diario los evangelios. Sin querer, me di cuenta de que tenía interiorizada una historia de buenos y malos, de invasores y «reconquistadores», de otredad no suficientemente contemplada y, sobre todo, de vasta e inabarcable ignorancia.
Lo mismo sucede en cuestiones más pedestres. Caminando por la grava de las playas de Salobreña era un chico de interior. Subiendo las cuestas de Granada o Cazorla, un chico de meseta; de cerros, sí, pero sobre todo de páramos y explanadas. A mediodía en Córdoba, un chico de la estepa, de un clima continental, sí, pero a 800 metros de altitud, necesitado no tanto de oxígeno como de aire fresco. Puede que, como decía Cela, el nacionalismo se cure viajando, pero para ello se hace muy necesario conocer las raíces, sus porqués, los orígenes propios para entender que la diversidad es un valor y no un motivo para la escisión, que la pluralidad y las diferencias están en el ADN de una comunidad que para estar unida solo tiene que articular vías de comunicación, transporte y empatía para entenderse y ayudarse, para sustituir la guerra o el conflicto por mecanismos de solidaridad e intercambio justo entre linces y osos, entre la costa y el interior, entre el mar y la montaña, entre los bosques de coníferas y los de especies caducifolias.
Si antes reclamaba el íntimo y exclusivo, que no necesariamente privado, derecho a sentirse de donde a uno le dé la gana y proclamarlo (y defenderlo), también reivindico la legítima aspiración de no tener que elegir entre Córdoba y Granada, entre Burgos y Salamanca o entre Barcelona y Madrid. Y sostengo que no solo tenemos el derecho, sino la obligación, de conocer y valorar nuestro pasado prehistórico, griego, romano o cartaginés, visigodo, musulmán, judío, cristiano, humanista, ilustrado e incluso castrense o dictatorial para entender lo que somos y no estar obligados a elegir; no solo sentirnos, sino ser lo que nos dé la gana en un marco de convivencia, comercio justo y disputa en buena lid por la defensa de ideas, ideales e incluso ideologías, pues aunque estas me gusten muy poco la historia nos dice que peor es negarlas.
Y no pasa nada por decir en alto que todo esto es posible en el actual estado de cosas y en esta unidad territorial y política que llamamos España, al menos para los que aún podemos decir este nombre sin exaltarnos ni avergonzarnos, para los que viajamos por ella llenos de dudas, conscientes de nuestra ignorancia, de lo maniqueísta de nuestra pobre y limitada perspectiva histórica, pero orgullosos de que en ella quepan lugares como la mezquita de Córdoba, la Alhambra y la capilla real de Granada o la sinagoga del agua de Úbeda. Para los que escuchamos, y disfrutamos por igual, a Paco de Lucía, al maestro Rodrigo, Isaac Albéniz, Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat o a Pau Casals.