Hace unas semanas leía casi del tirón Mis amigas se compran casas, colección de relatos de Elena Ferrante en la que se aporta una visión femenina del paso del tiempo, la llegada de la madurez y las obligaciones impuestas. Esta visión contrastaba con y ampliaba la mía, obviamente diferente, pero en la dimensión temporal ambos, autora y lector, nos encontrábamos en las mismas coordenadas y nos guiñábamos el ojo en señal de complicidad. Si las amigas de Elena compran casas, mis amigos compran y no compran, tienen hijos y no, se van de Salamanca o incluso vuelven, viajan de vacaciones o renuncian a estas por amor a sus animales, por trabajo o alguna otra cuestión no bien resuelta de la que no merece la pena hablar.
Este verano, especialmente caluroso, estas dos semanas de canícula y búsqueda desesperada de la sombra, el desierto salmantino ha estado más poblado que otros agostos. Los turistas han debido de averiguar que es a mediados de este mes cuando menos población local hay, obediente ante la llamada de festejos populares o el sonido de las olas rompiendo contra las playas, y han querido tomar sus casas, sus plazas y sus calles, posesión de imberbes estudiantes durante el resto del año. Esperemos que se trate únicamente de una moda de temporada y temporal, pues Salamanca no está exenta de los riesgos de la gentrificación, de quedar vacía de ciudadanos comprometidos con el futuro y, sobre todo, con el pasado de sus barrios.
Y eso sería un desastre, al menos para los que la consideramos el mejor lugar para volver, no sé si para vivir. En realidad, en Salamanca uno está siempre de vuelta porque entrar en ella nos exige a muchos sincronizar los relojes, devolver páginas ya arrancadas a los calendarios que, ilusos, afirman que estamos en 2025. Y no solo se trata de su belleza monumental, que nos traslada a los siglos XVI o XVII, sino de los discursos y conversaciones de sus gentes, casi siempre llenas de referencias y nombres propios cerrados o muertos; inclasificables o desaparecidos, ya sean cines, discotecas u hombres y mujeres ilustres: este año se celebraba el centenario del nacimiento de Carmen Martín Gaite.
Cuando uno vuelve a Salamanca debe llevar aprendidos los tiempos pasados de los verbos irregulares para entender y poder replicar a todos aquellos que fueron astronautas, pilotos, deportistas profesionales o prometedoras estrellas del rock and roll hace alrededor de diez o quince años, siempre hace diez o quince años, tal vez veinte, cuando todos los que hoy tomamos café sin azúcar vivíamos de noche y contábamos los días por resaca. En fin, la ciencia refuta aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor, pero el espejo refuta a la ciencia y no hay mucho más que decir.
Desde Salamanca he asistido a los incendios en nuestro país. Uno de ellos asolaba los montes que rodean el valle del Jamuz y rozaba el pueblo donde hace más de veinte años pasaba los veranos transitando por todos los estados del individuo preadolescente que empieza a conocerse a sí mismo en un lugar que siente como suyo, pero en el que no termina de estar a gusto, nostálgico, sin saberlo, de los muros de hormigón de la que por entonces creía gran ciudad. La falta de recursos prácticos, de destreza en el manejo de los cantos rodados y las cañas de pescar, me invitó a organizar juegos donde la imaginación era la herramienta más poderosa como mecanismo de supervivencia social, pero la ilusión de adaptación no duraría siempre y antes de tener que pagar los peajes de la siembra, la caza o la cosecha, me declaré forastero y dejé de acudir.
Por eso, por mi limitada habilidad práctica y mi vasta imaginación, ante el poder devastador de estos fuegos no puedo ser sino el cronista de la lucha contra las llamas a la que he asistido en la distancia; la distancia física y temporal que separa la Salamanca de 2025 (que ya saben que es la de 2010 o 2005 vista desde ahora) y el Herreros de hoy y de entonces. Y me gustaría valorar y dejar para siempre en estas letras, por inútiles que sean, la admiración por todos aquellos habitantes de los pueblos que saben qué hacer ante un fuego, cómo cortarle el camino, cómo asfixiarlo y detener su deriva destructora de la riqueza actual y de las reliquias del pasado, de los montes y las huertas donde mi familia trabajó a destajo para sobrevivir como ahora no seríamos capaces de hacerlo (o tal vez sí).
De aquellos montes y huertas, de aquel trabajo a destajo, de sol a sol, realizado por hombres y mujeres humildes provengo, aunque no pueda declararme uno de ellos (no sé, no valgo). Sin la vida de aquellos no existiría la mía. Sin su historia tampoco estas letras compuestas desde el deseo silencioso de haber sabido crear un cortafuegos, de haber sabido moverme por el monte y haber protegido aquel pasado que es también el presente, como bien saben todos los que nos hemos sentado junto a una mesa estos días de agosto en Salamanca, capital de capitales del reino de la nostalgia en el mes de la nostalgia por excelencia, el mes en el que todos los que tienen un pueblo regresan a él guiados por esa misma llamada del pasado, de esas páginas arrancadas que se han echado a volar para integrar de nuevo los calendarios de las cocinas de carbón en la que aún podemos imaginar sentados a nuestros abuelos contándonos, sin necesidad de palabras, que siempre sobraron, su historia; la nuestra. La de todos.