¿Qué fue de Jude Bannecroft? (IV)

*Cuarta y última parte del relato. Recupera las tres partes anteriores en ¿Qué fue de Jude Bannecroft? (I) ¿Qué fue de Jude Bannecroft? (II) y ¿Qué fue de Jude Bannecroft? (III)

Despierta reviviendo en su saliva el amargo regusto de aquel adiós. Nunca alcanzó a comprender todos los secretos que guardaba Geraldine bajo su armadura. Su locura le desbordaba. Se dirige hacia el escritorio y abre el tercer cajón de su flanco derecho. Extrae un sobre. Su última carta. O eso creía.

“Esta es la historia de un joven desorientado por la ausencia de su amada e incapaz de digerir su pérdida. Recuperando su olvidada gallardía osa cumplir el último deseo de la dama. Falsifica un título y abre un despacho por el que pasarán los desairados espíritus de jóvenes y viejos, hombres y mujeres, esclavos de un mundo que no ha sido diseñado para ellos. Sin embargo, sólo una de esas historias cautivará su atención y ella será, sin duda, la base sólida del argumento de su obra”.

Otra vez el viejo timbre golpeando con su sonido las paredes de la sala. “Oh no, otro desesperado en búsqueda de comprensión. Se me está haciendo muy duro”. Apenas tuvo tiempo para girar el pomo y percatarse de que, ante él, se hallaba la esbelta y turbadora figura de Vivien.

-Vivien… Te esperaba esta mañana…

-¿Vivien? ¿Ni siquiera recuerdas mi nombre? Veo que la muerte de Geraldine te ha trastornado más de lo que pensaba.

Una punzada pareció hendirse en su pecho. No solo por recordarle aquel súbito momento en que halló a su prometida yaciendo sin vida sobre su cama junto a la carta que antes había leído. Le inquietaban, sobre todo, los motivos que habían traído a esta mujer a su refugio. Se detiene y la observa con detenimiento. No encuentra el pasaje concreto de su historia en el que ubicar su presencia. Aun así, lo ve claro. Ante él, en forma de mujer, el argumento de su novela, la culminación del último deseo de Geraldine.

–¿Aún no recuerdas lo que sucedió en la casa de los Tyndale? ¿Olvidaste aquellos escalones que conducían al patio y aquel baño en la piscina? Sinceramente, señor Orwell, no creo que un poco de ron y ginebra pudieran nublar hasta tal punto su entendimiento.

–Fueron varias copas. Me las sirvió el mayordomo con demasiada diligencia, diría. Es como si quisiera arruinar mi encuentro con Lord Tyndale para que no consiguiera la financiación necesaria para escribir mi gran obra. Llevaba meses sin ver a Geraldine, a quien, entiendo, conoces. Me abandonó una tarde en Picadilly Circus lamentando mi exceso de sobriedad y mi enfermiza cordura. Quería recuperarla. Llamarla diciendo que escribiríamos juntos, al fin, su ansiada novela. Qué suerte verla allí. Estoy seguro de que alguien la habría puesto al corriente de mis intenciones.

–¿Y no recuerdas que ninguna presencia femenina te acechara aquella tarde tanteando tu gestión de la abstinencia y la añoranza de los besos de Geraldine?

–Sólo ella. Fue la última vez que la vi con vida. Recuerdo que me repitió varias veces lo bien que me quedaba el Versace gris. Parecía tan enamorada como siempre. Ahora que lo mencionas, la noté algo forzada, como si ella también estuviera embriagada por los Martini que había compartido con todos esos nobles vestidos de frac y capa.

–Creíste verla, Benoit. Creíste verla. Pero no era ella. Era yo –se deshace de su negra peluca dejando al descubierto una portentosa cabellera rubia. Jude Bannecroft, su hermana dos años mayor. Entre lo ebrio que estabas y nuestro natural parecido te equivocaste de mujer. No pienses que codiciaba al prometido de mi hermana. Nada más lejos, Dios me libre. Detén tu ira, por favor, y deja que me explique.

–¡Tú no te pareces a ella! Deja de vomitar mentiras tan ruines. Pasé con Geraldine toda la noche, nuestra última noche.

–Pues ni siquiera lo fue. Aquella noche compartiste conmigo tus más personales secretos. Quizá tu mente pensaba en ella, pero tu carne rozó la mía hasta llevarme al éxtasis. Sólo entonces la envidia empezó a acumularse en mis venas y me dolió comprobar que mi hermana no quisiera seguir disfrutando de tus encantos.

–Sigo sin creerte. Es solo una invención. Tienes la misma imaginación que Geraldine. Su mismo perfil paranoide y sus mismas ensoñaciones.

–Porque somos hermanas, imbécil. Quizá esta carta te saque de dudas. Me la entregó aquella misma noche cuando nos vestíamos juntas para acudir a la reunión toda vez decidió que no tenía valor para encontrarse contigo.

“Encontrará una mujer, amamantada por los mismos pechos. La hallará semejante, casi idéntica. Dudará un segundo, pero la besará sin reparo. Si por el sabor de sus labios, la textura de su cuello o el diferente timbre de los susurros no consigue desvelar el error, será entonces el momento para dejar este mundo sabiendo que el amor es solo fachada, que no hay en él nada de místico o mágico. Sólo imagen. Química, no más.”

Increíble. Geraldine había dejado trazadas todas las líneas maestras de su relato. Ella, desde su esquizofrenia, diseñó todos los pasos que, tanto él como su hermana, habrían de dar hasta acabar dibujando un grabado de corte dramático en el que la pasión y la lujuria se mezclan con el desencanto existencial que implica darse cuenta de que el ser humano sigue siendo un animal guiado por el más salvaje instinto. Ni siquiera él pudo escapar de aquella triste realidad, ni siquiera su francés, su bohemio galo quien, con su prosa, era capaz de hacerla alcanzar el clímax. Tampoco él supo ir más allá de lo corpóreo e instantáneo, de reconocer que, aunque idénticos, aquellos no eran sus ojos, sino los de su hermana.

Benoit permaneció inmóvil durante unos segundos tratando de discernir entre realidad y fantasía, entre presente y pasado. ¿Qué más podría ocurrir? ¿Qué otros designios habría imaginado Geraldine desde su lecho de muerte antes de ingerir aquella tonelada de barbitúricos de la que le habló el forense?

–Dejó otra carta. Para mí. Pero me gustaría que la leyeras pues te incumbe.

“Serás su nueva musa, esa inspiración que supla su falta de creatividad. Serás una nereida y, él, tu particular Poseidón. Ofrecerás tu carne al servicio de su talento. Hermana, es el último favor que te pido desde el reino de los vivos. Él te amará con la firmeza del acero y, cada amanecer te leerá, con sumo tiento, los nuevos párrafos que su pluma de hechicero haya concebido”.

–Está bien –asintió Benoit. Serás Geraldine, así te llamaré cuando por la noche penetre tu alma y también cada mañana cuando busque tu mirada entre las tazas de café. Sólo así podré rememorar su encanto, el que necesito para acabar de dibujar la historia que ella ha inventado. Sólo así, su muerte, no habrá sido en vano.

Y así fue. Regresaron los tiempos felices, los tangos a mediodía, el tímido sonido de la pluma rozando el papel y el gemido ahogado de Vivien, Geraldine, Jude o como se llamase su numen, cada vez que Benoit exploraba sus más recónditos secretos.

Siguieron llegando visitas. Se había comprometido a atenderlas. Lo hizo con una alegría renovada, con un vitalismo desconocido por él mismo. Aportó buenos consejos y muchos se lo agradecieron. Buscó entre sus notas la dirección postal de la señorita Pillmington y le escribió un poema recordándole que la belleza se halla en el interior. Ésta le envió, a su vez, otra misiva relatándole que todos los problemas con su marido se habían solucionado y que volvían a vivir juntos.

Igualmente, aprovechó uno de sus muchos contactos granjeados durante su período como articulista para recomendar al señor Blake para un puesto de comercial en una agencia de seguros. Estaba convencido de que le encantaría rescatar del fondo de armario su vieja chaqueta de cachemir para enfrentarse, de nuevo, al cara a cara con los clientes. Nada de Internet ni redes sociales. O eso al menos le prometieron. Aquel jodido impotente se merecía un buen puesto. Sobre todo sus dos hijos.

La novela iba tomando forma y cada vez avistaba más próximo su final. A menudo, en la soledad de la estancia, se preguntaba qué es lo que habría imaginado Geraldine, cuál sería el ingenioso final que habría diseñado para aquel romance asesinado por la falta de fantasía. ¿Debería morir el prosaico francés? ¿Qué pasaría con Vivien, dónde iría a parar? ¿Y si Geraldine sigue viva y la que murió fue Jude? Se parecen tanto…

No, ella es Vivien, tiene un lunar sobre su hombro derecho. El sol pareció detenerse en su aparente camino. La mira con la concentración de quién está a punto de culminar un retrato tratando de averiguar si la pintura ha podido capturar la esencia de la modelo. Ella, graciosa, baila para él. Es sensual y atractiva. De eso no hay duda. Sin embargo, al creerla Geraldine, en los quince meses que llevaban juntos nunca se había parado a interrogarse por lo que habría dentro de esa mujer. Se sirvió de sus encantos, le recitó bellos versos y la acompañó al teatro. Pero no lo hizo por ella. Ignoraba por completo sus miedos y emociones. Podía elevarla al clímax, pero nunca formaría parte de sus sueños.

Una glacial mañana, con el Támesis recubierto por una fina capa de hielo, Jude recogió sus escasas pertenencias y abandonó la morada satisfecha, como estaba, por haber cumplido la misión de su hermana. Estaba convencida de que Benoit ya había culminado su obra y que, pronto, se reuniría con algún editor para publicarla. La leería en alguna buhardilla del París burgués que tanto amaba. “Se quitará la vida y nadie acudirá a su entierro. Así será su final”. Así pensaba que acabaría la novela. También la realidad.

George Kenan, como se hacía llamar Benoit tras la muerte de Geraldine, rastreó todo el hogar en busca de Vivien. Durante dos horas creyó que se hallaría en algún supermercado comprando provisiones. A la tercera la creyó muerta en alguna acera. A la cuarta, acudió a la mansión de los Tyndale.

–Cuánto me alegra su presencia, señor Kenan. Supongo que vendrá a enseñarnos su ópera prima. Mi señora está deseando echarle un vistazo.

–Antes de eso, señor Tyndale. ¿Usted conoce a Jude Bannecroft? ¿Alguna vez ha estado en su casa?

–No tengo el gusto señor Kenan. ¿Me habla de alguna novela o es que después de tanto tiempo encerrado ha resucitado en usted la vieja locura de la añorada Geraldine? No sabe cuánto la queríamos.

Tres meses después de aquel encuentro Benoit Orwell, George Kenan o como ustedes prefieran, regresó a París. No supo redactar un digno final para su novela y, por ello, no se atrevió a publicarla. Apenas le quedaban cien euros en el bolsillo. Sus pertenencias se reducían al borde de mármol de una fuente circular, un bloc de notas y un bolígrafo negro de punta fina. Allá en lo alto, su mirada.

“No sé cuál fue la primera vez que la vi, si es que alguna vez la vi. Tampoco estoy seguro de si hicimos el amor una, mil veces o ninguna. Sólo sé que quiero escribir sobre la vida que, imagino, está llevando muy lejos de aquí, en algún oscuro rincón, la misteriosa Jude Bannecroft. La sacrificada hermana. La amante honrada. Mi querida Vivien”.

Tal vez si hubiera alzado la vista…

FIN

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