¿Qué fue de Jude Bannecroft? (I)

La luz natural es incapaz de abrirse camino entre la penumbra que invade el cuarto. La lobreguez de la habitación permite imaginar que las réplicas de Monet y Degas que cuelgan de sus muros son, en realidad, los lienzos originales pintados en el París de la Belle Époque, entre los Moulins y las brasseries, en Mont Martre o a la entrada de la Gare de Lyon.

Escritorio de caoba, tapicería de diseño, alfombra india y acceso directo al comedor. Baño en el frente opuesto de la chimenea de ladrillo sobre la que se ubican diferentes motivos de la época victoriana. Atmósfera cargada de nostalgia, televisión encendida. Portátil apagado y, junto a él, un pequeño bote con plumas y bolígrafos de todos los tipos y colores. Montones de papeles sin orden aparente cubren el barniz satinado. Dos sillones forrados de cuero se retan en duelo a un lado y otro de una pila desordenada de folios, la mayor parte de ellos en blanco.

Se abre la puerta. Ello permite atisbar tanto el color azul añil del tapiz como la cenital ubicación de una lámpara de techo que rompe, en cierta medida, con la armonía decimonónica del resto de elementos.

Aparece la sombra de un caballero. Bombín francés sobre la testa, bastón a modo de complemento. Más alto que bajo, cintura estrecha y dorsales bien desarrolladas. Rostro nacarado, aires de nobleza. Parece venir de otro tiempo. Soporta estoicamente la impudicia de sus coetáneos, pero prefiere mirar al pasado para encontrarse con su yo verdadero. Tras descubrirse, ofrece una rubia cabellera que amenaza con envolver parte de sus orejas. Toma asiento en el sillón más alejado del televisor y vuelve a poner en marcha una vieja cinta, de las antiguas, que había dejado en pausa tras abandonar el cuarto.

Del otro lado de la puerta, la nada. El bullicio del Gran Londres, el ir y volver de las numerosas almas perdidas entre el rojizo ladrillo de los flats. Poco importa. (Quizá sienta claustrofobia al pensar que todo va a suceder en los angostos diez por seis de este aposento. No se preocupe. En realidad no es así).

Vacía su bolso de piel con sumo cuidado. Extrae varios libros de ediciones no muy logradas y los ordena, por lo que parece, en función de la temática y respetando el orden alfabético. De la bolsa parece asomar una especie de pergamino, más bien un diploma. Lo besa con ternura y busca mentalmente su posición ideal dentro del habitáculo tratando siempre de mantener la simetría de las formas y una adecuada mezcla de sobrecarga y vacío.

Se mesa con nerviosismo su incipiente bigote. Todo parece estar en orden para el comienzo de una nueva aventura. Coloca frente a su vista la imagen en color de una mujer de cabello rubio, ojos pardos y nariz redondeada. Trazos simétricos dibujan su rostro. La serenidad y el aplomo definen su mirada.

Suena el timbre. Pide un segundo para acabar de culminar la obra de arte en que ha convertido su refugio. Se mira en el espejo. Se gusta. Ajusta el cuello de su camisa para recuperar, de paso, el semblante serio que aconseja la situación. Abre la puerta y cierra instintivamente los ojos para administrar mejor la intensidad lumínica que amenaza con dejarle ciego. Se trata de una mujer. Besa su mano. El negocio ya está en marcha. Sin registro legal, sin el beneplácito de ningún notario.

La mujer toma asiento. Cabello castaño, tez pálida. Más experta que anciana. Su piel, tersa, parece estar al amparo de cremas exfoliantes. Contra las carnes que rebosan por encima de su faja, poco pudo hacer la cosmética. De los pechos, mejor ni hablar. Tose y, a modo de susurro, se presenta. «Señorita Pillmington». Apellido de soltera, no cabía duda. «Divorciada», matiza.

Había leído uno de los anuncios colocados, con la misma proporción de rigor y sapiencia, en cada marquesina donde se detiene el autobús público, a la entrada de cada café y sala de cine o teatro. «Cobijos temporales de las más insatisfechas mentes de nuestra sociedad, hogares de paso y de olvido, sedes de pequeños momentos que te animan a continuar adelante, pero cuyo efecto se diluye al abandonarlos para ingresar, de nuevo, en la inquietante rutina». En él, se presentaba al mundo como un doctor en psicología censurado en Oxford por querer introducir nuevos métodos en la lucha contra la violencia en el domicilio conyugal.

Sin embargo, no habían sido sus credenciales, no del todo ciertas, quizá, las que cautivaron la atención de los viandantes. «Caballero inglés se ofrece a escuchar sus problemas de manera desinteresada y bajo la más absoluta confidencialidad y discreción». Acompañaban al mensaje algunos datos curriculares, ficticios, unas referencias, imaginadas, y una dirección, ésta sí, verídica. Sin duda, en una época de recortes salariales, altos niveles de desempleo y dantescos dramas personales y familiares, la gratuidad del ofrecimiento se convirtió, de pronto, en un reclamo demasiado apetitoso para ese número ingente de individuos que se hallan sumidos en la más desértica soledad, la vertiente más humana de la miseria.

Toma dos copas de la vitrina. Ron en una, whisky americano en la otra. «Elija» le dice. Ella, sorprendida por los métodos, se limita a tomar un pequeño sorbo de la primera. Mueve la cabeza para tratar de digerir la fortaleza de aquella bebida destilada, preciosa mercadería de la que se abastecían, a toneladas, los jefes tribales de la Costa de Oro africana a cambio de mano de obra esclava a la que se embarcaba en contenedores de almas y que remaban para mantener su vida ignorantes, como eran, del tenebroso futuro que les aguardaba al otro lado del océano.

Mientras servía las copas se había hecho numerosas preguntas. ¿Acaso no son las oficinas repletas de ordenadores con formas humanas tratando de moldear sus sistemas operativos los nuevos cañaverales o algodonales? ¿No serán los horarios medidos y las agendas repletas las nuevas pandemias que, como hicieran el cólera o la viruela en el pasado, terminarán por segar el optimismo vital de nuestra especie? No cabe duda, Hobbes tenía razón y, cada vez más, el hombre es un lobo para el hombre. El orgulloso indoeuropeo acabó con el nativo americano, también humano aunque algunos no lo crean. Ahora, una de nuestras creaciones, el sistema capitalista, devora no sólo la vida de sus arquitectos, sino también la ansiada felicidad, quizá sólo otra más de esas aspiraciones que, por su intangibilidad, terminan por destruirnos.

Aquel anuncio que se repetía cadenciosamente por las diferentes avenidas terminó por convencer a los abatidos espíritus de los londinenses del siglo XXI. Las cartas se acumulaban en el viejo buzón, lo que hizo necesario dar citas para gestionar la abultada demanda.

Continuará…

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