Dos gatitos

Empiezo a escribir colocando el título a esto que tal vez sea una columna, tal vez un artículo, tal vez un monólogo inconexo, probablemente esto último. Empiezo por el final, que es también el principio, pues no logro quitarme de la cabeza el maullido desesperado de un gatito que, encerrado en el garaje, quería comunicarse con su madre (o pedir comida a Uber Eats) justo hoy hace una semana, a nuestra vuelta de Cabárceno, acto seguido de nuestra visita a Cabárceno, horas después de haber visto elefantes, leones, jirafas y osos en Cabárceno, no sé si me explico. También unas horas después de haber visitado a los gatos de la madre de mi novia (los de la foto) y de haber dejado que jugaran con nosotros.

En estos días en Salamanca he podido experimentar y reflexionar sobre la amistad. Practicarla y, practicándola, como hacen también las parejas cuando se preguntan qué son, teorizar al respecto. Con una amiga citaba libremente los versos de Joan Margarit que rezan, ahora sí de manera literal, que amar es descubrir una promesa de repetición que tranquiliza. Lo hacía queriendo distinguir el amor romántico, conyugal, constante y pertinaz con aquellas condiciones que le pedíamos, en cambio, a la amistad, que podría ser, concluíamos, puntual y, en todo caso, debía incorporar ciertas dosis de novedad y sorpresa. A la amistad, especulábamos, le viene bien la separación, el distanciamiento, la emoción de un encuentro esporádico o casual.

Hace una semana, retomo, con las maletas aún en el coche, mi novia descubrió en el interior del garaje a un gatito asustado y esquivo. Pedía ayuda, pero no le pareció adecuada la mano que le tendíamos hasta que incluimos en ella un poco de atún del Mercadona (hecho diferencial, estoy seguro). La comida permitió que se acercara a nosotros siempre que no intentásemos un movimiento en falso o traspasáramos la distancia simoniana de seguridad (¿acaso no deberíamos renombrar el metro y medio de distancia como el simón?).

Esta mañana escuchaba a Juanjo Millás en la radio. Al parecer se encuentra en Asturias, conectando con su cuerpo, escuchando a su alma, paseando. Solo, en definitiva, lejos de las obligaciones mundanas, practicando la amistad consigo mismo y admitiendo, que es lo que más me llamó la atención, que él también se enfada con esa persona que deja la silla fuera de lugar y que no pudo ser otra que él mismo en otro momento, a otra hora, cuando colocar la silla no parecía un hecho tan importante como para provocar un enfado, un incendio que terminaría por hacer quemar los pocos muebles sobre los que a veces se sostienen las relaciones, incluidas las de uno consigo mismo.

Tras varias llamadas, decía, a la encargada de una protectora de animales que se autoproclamaba incapaz de hacerse cargo de la manutención del gatito, de darle techo y cariño por estar al cargo de decenas de ellos, pero que defendía la urgencia de proceder a salvar al felino para evitar que muriera abrasado tras el encendido de un motor, siempre, claro, que mi novia y yo nos hiciéramos cargo de ellos durante, al menos, los veintiún días de cuarentena (ya les decía que este artículo, columna o monólogo iba de Simón) que debían observar; tras varias llamadas, decía, bajé al garaje a tomar una foto del gato para suscitar una emoción de desconsuelo y responsabilidad en alguna pareja que no tuviera programado un viaje desde hace meses y me extrañó que el gato ya no aguardaba escondido bajo los coches, sino que miraba por debajo de la puerta del garaje como espiando al vecindario.

Creo que, llegada una edad, es más fácil conservar las amistades que crear nuevos vínculos. Y eso que en el marco de la amistad masculina es fácil resumir el currículum vitae en unas pocas frases y pasar por alto, de mutuo acuerdo, los episodios más vergonzantes de nuestra historia. Pero es mejor conservar, lo que solo implica recordar eventos con cierta nostalgia, destacar los avances más importantes del año que llevábamos sin vernos, abordar los grandes temas de nuestra generación (vivienda, empleo, paternidad/maternidad…) como si fueran cuestiones que solo les afectaran a los demás. Es más fácil, sin duda, ser el padrino ausente que lleva un regalo al recién nacido que ser el amigo soltero y con tiempo que puede cuidárselo en cualquier ocasión.

No quedé del todo convencido de la calidad de la foto. Era tan oscura que estaba seguro de que ninguna persona aceptaría adoptar a un gato de aspecto tan gris (ningún psicólogo se lo recomendaría). Y sumado a eso empecé a escuchar un maullido casi idéntico al que profería mi ya íntimo amigo Somo, bautizado así como homenaje a esa playa de surfistas en la que no pudimos bañarnos debido a la lluvia y el frío (así de gris me parecía en la foto). Y aquí, pasado el tiempo debido, confieso que abrí la puerta del garaje, a la que, agachado, mirando por la rendija, se asomaba Somo (la versión oficial, por aquello del efecto que puede ocasionar una silla fuera de sitio en la cocina a la vuelta del trabajo, fue que alguien había abierto la puerta desde fuera para poder ingresar el vehículo) para que el gatito se reuniera con la que pensaba que sería su madre y que resultó ser un hermanito, casi idéntico, gemelo a ojos de alguien que pensó que aquel maullido sería el de su madre y que se cerraba, así, de manera heroica, este capítulo de su vida.

Con las amigas me confieso, con los amigos comento, opino. A esa conclusión he llegado después de esta semana en Salamanca. Con las amigas quedo en solitario, con los amigos prefiero verme en grupo, aunque hay excepciones en ambas direcciones. No creo que haya nada de sociología o sicología en esta afirmación, aunque tal vez responda a una constante que se repite y que se ha estudiado en los últimos años gracias a los fondos europeos tras un sesudo ejercicio de problematización. Este es mi caso concreto y creo que me va bien, hasta el punto de que suscribo, mientras la memorizo, la siguiente frase de T.S. Eliot: «no cesaremos de buscar, y el fin de todas nuestras búsquedas será llegar al lugar en el que empezamos y conocerlo por primera vez».

Después de que los dos felinos se reunieran e iniciaran una coreografía de pasos cortos y rápidos hacia un nuevo cobijo (el motor de otro coche, ninguno les valía), se inició una búsqueda desesperada. Surgieron dueños inesperados que luego se dieron cuenta de que estos no eran los gatos que buscaban. Irrumpieron vecinos que, intentando ayudar, espantaron a los gatitos y dificultaron la búsqueda. Apareció la dueña de la protectora a explicarnos cómo proceder, literalmente a esto, más a explicarnos que a proceder, como si explicar fuera un verbo muy superior a salvar. Y enjaulamos a un gatito con una trampa muy burda que solo funcionó porque incluía atún del Mercadona. Y cercamos al otro, al hermano, no sabemos si al original o al que disfrazaba su canto con la voz de su madre, a quien el dueño de una colonia pudo recoger a las tres de la madrugada, después de amansarlo con silbidos de todo tipo, tal vez aprendidos de los trabajadores de Cabárceno.

En fin, la cuestión es que los dos gatitos pasaron juntos la noche y aún comen y juegan juntos en la colonia felina, guardando una cuarentena un tanto atípica, de alguna manera copiando el modo flexible en que muchos llevaron las medidas de confinamiento. Y aún siguen llamándonos en la noche y lanzándonos preguntas sobre la fraternidad, el amor y la amistad.

One Reply to “Dos gatitos”

  1. Gracias por la reflexión Juanjo.

    La tierna escena de los gatitos que todos llevamos dentro, por la que sentimos la necesidad de acudir en ayuda ante la indefensión frente al mundo, ha conseguido distraerme de la vorágine actual y ya aburrida del “panorama socio-político”.

    Importante tu reflexión de cómo comprender el comportamiento masculino, en el que pese al continuo bombardeo social de manifestar nuestra sensibilidad, seguimos sopesando la idoneidad de reflejar nuestro más profundo “yo” ante los del mismo género. Y como no, cómo seguir creyendo en la oportunidad de conocer gente fantástica e interesante con el paso de los años, que por la dificultad que entraña debido a la famosa variable de “tiempo para dedicar” nos hace seres cada vez más introvertidos y solitarios.

    Afortunadamente, sugiero desde mi modesta opinión, creer en estos detalles, como tu lectura, que nos acercan a mirarnos interiormente y preguntarnos por qué no puedo explicar de manera natural y sincera mis pensamientos que en modo alguno debieran ofender a nadie pese a los actuales momentos de censura intelectual.

    Gracias de nuevo.

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