Tan triste y bella, Parthenope

Puede que Parthenope no sea la mejor película de Sorrentino. Tampoco la mejor película estrenada en 2024 en España o la mejor manera de pasar una tarde de verano, el tiempo de la acción, y no del recuerdo, por más que no dejen de repetirse en sus 130 minutos postales playeras y paradisíacas de la bella Napoli. Y esto, para una película hecha de superlativos, donde todo es grandísimo, preciosísimo y trascendente, no deja de ser un demérito, una sombra de duda sobre esta apuesta artística y personal de su director.

 

Sin embargo, Parthenope, a pesar de la frivolidad de su puesta en escena, que es también la de su protagonista; a pesar de lo grotesco de algunas de sus secuencias y lo narcisista de su planteamiento, es una película que personalmente agradezco y disfruto. Y no solo porque contemplar la voluptuosidad, la dulzura, la inteligencia y la picardía de Celeste Dalla Porta lo compense todo y nos traslade a un mundo mejor, sino también porque la cinta nos hace pensar y reflexionar, a través de la biografía de una ciudad, que avanza en paralelo con la de la propia protagonista, sobre el paso del tiempo, la belleza, la tristeza, en fin, sobre el sentido de la vida, el yo y su circunstancia, ambos pasajeros y finitos.

 

Personalmente, como lector de Cheever; de Carver, sobre todo, pero también de Cheever, me encanta su espectral aparición en la película, genialmente interpretado por Gary Oldman. Entre copa y copa, y pese a estar mermado en sus facultades, al trasunto de Cheever le da tiempo a dejar alguna frase memorable, de esas que cuesta encontrar en el menú diario de mamarrachadas sin conciencia de serlo. «No quiero robarte ni un momento más de tu juventud», le dice el viejo a Cheever a la joven y guapa Parténope, que admira su literatura, no sus arrugas ni sus tormentos, o eso cree él, al notarla interesada en su persona.  

 

También encuentro apetecible esta película, y pude resistir ante la pantalla sin despistarme, como hacía tiempo que no ocurría, gracias a que cada plano es una pequeña obra pictórica, cada decisión creativa una muestra más de que solo el arte justifica la vida, al menos para Sorrentino. En la película somos testigos del arco de transformación del personaje principal, también de los secundarios, su familia y amigos, que se separan de esta por el modo en que supera un hecho trágico que los afectará a todos, lo que viene a confirmar aquella máxima tolstoyana de que, si bien todas las familias felices se parecen, las infelices lo son cada una a su manera.

 

Aquí subyace otra reflexión al hilo de la película: qué hacer con esa semilla que, infalible e inevitable, en algún momento de nuestras vidas, antes o después, se cruzará en nuestro camino: la tristeza. Dejarla germinar e invadir nuestro organismo no puede sino conducirnos a la depresión, a la angustia, a una melancolía en forma de veneno que hace que las ruinas llamen a nuevas ruinas que se acumularán hasta aplastarnos. Lo que nos dice Sorrentino es que hay otra forma de administrar la tristeza, la desazón, otra manera de mirar esas ruinas. Lo que nos dice es que la nostalgia puede ser también una fuente de creatividad y un incentivo para ponerse en marcha, no huyendo, sino asimilando, creciendo y viajando a un nuevo lugar no geográfico a través de una mayor conciencia y lucidez.

 

Y de pronto la ciudad, Nápoles, a cuya bahía llegó cansada y derrotada la sirena Parthenope, incapaz de seducir a Ulises y de la que la película es, en su conjunto, una alegoría. Nápoles, la ciudad más bella y triste del mundo, una sucesión de contrastes que escapa de una explicación coherente, un puerto entre el infierno encarnado en el Vesubio con todo su potencial destructivo, y el paraíso a la vista de hasta el más pobre indigente: la isla de Capri.

 

Desde luego, dan ganas de viajar a ella y bañarse en sus playas, y pasear sus paseos, y admirar sus contradicciones. Y, claro, dan ganas de viajar a ella y cruzarse con Parténope, observarla por algo más de un segundo intentando averiguar qué es lo que le confiere ese magnetismo y tratando de comprender qué es la belleza y por qué está tan perseguida en estos tiempos en que es mucho más valioso ser feo y trabajador que guapo e inteligente, solo por el hecho de que estos últimos son dones naturales, como si no lo fueran acaso la energía, el temperamento o la resistencia.

 

Entiendo que legislemos en contra de los babosos, porque existen, pero a cambio nos olvidamos de cómo lo bello y lo estético definen y amplían tanto lo natural como lo humano. Y lo penalizamos y criticamos en público cuando no podemos quitar la vista de Parténope en privado, ocultos tras unas gafas de sol o del otro lado de la pantalla, cuando el milagro del cine, como representación de la gran obra de un creador, sea, según los diferentes credos, Dios, Billy Wilder o Sorrentino, se cuela de nuevo en las salas para reconciliarnos con el arte al regalarnos dos horas de puro placer estético, tal vez culpable, mezclado con unas cuantas reflexiones y preguntas que olvidaremos mucho antes, sin duda, que la primera aparición de Parténope, de espaldas a la cámara, emergiendo de las aguas al llegar la primavera a Nápoles, la bella y triste Nápoles.

 

 

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